La inteligencia no salva a nadie de la estupidez

Ya sea entre las masas iletradas o en las élites instruidas, la idiotez está repartida por igual

Sin importar sus conocimientos, todo hombre puede comportarse con imbecilidad.

Tengo sobre el escritorio tres libros que me hubiese gustado escribir: La estupidez: ideologías del posmodernismo (1985), de André Glucksmann; Allegro ma non troppo (1988), de Carlo M. Cipolla, y el Diccionario filosófico (1995), de Fernando Savater. Los hubiera escrito, ¡claro que sí!, de no ser porque mis capacidades intelectuales están por debajo de las de dichos autores. A los lectores nos da por desear ser autores de aquellos libros o textos que nos arroban, que siempre son también aquellos que están muy lejos de nuestras potencias o posibilidades creativas. Por ello, si somos lectores felices, debemos admirar y gozar, desear, por supuesto, pero distinguiendo entre la realidad y el deseo: una distinción que involucra, indispensablemente, la sensibilidad y la inteligencia que nos conducen a la verdad.

A pesar de la admiración que profesamos por los grandes autores, tenemos prohibido, ¡por ello mismo!, hurtarles, robarles, saquearles su escritura para darla por nuestra. Quien comete este crimen deja de pensar rectamente, desobedece al sentido común, atrofia su cerebro y se instala, decididamente, en la estupidez.

Para Cipolla, “frente a un individuo estúpido, uno está completamente desarmado”. ¿Y no fue, acaso, Schiller quien sentenció que “contra la estupidez, los propios dioses luchan en vano”? Enfatiza Cipolla: “Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida y el trabajo, hacerte perder dinero, tiempo, buen humor, apetito, productividad, y todo esto sin malicia, sin remordimientos y sin razón. Estúpidamente”, porque, además, “el estúpido no sabe que es estúpido”.

Cito y entrecomillo, ni siquiera parafraseo. El DRAE informa que una “paráfrasis” es la “frase que, imitando en su estructura otra conocida, se formula con palabras diferentes”. Esto es tan abusivo como robar veladamente, sin admitir un plagio (cuando ni siquiera se menciona al autor): si Cipolla ya lo dijo muy bien ¿para qué “traducirlo” a la lengua chabacana? ¡No seamos estúpidos: citemos y entrecomillemos!, aunque, como afirma Savater, “de la estupidez nadie está descartado”, siendo ésta una ley universal de la especie humana.

¿Pero qué es la “estupidez”? El Diccionario de Autoridades ya incluye, en su tomo tercero (1732), el adjetivo “estúpido, estúpida” (del latín stupidus), equivalente a “bruto, insensato y estólido”. La “estupidez” es, por tanto, el sustantivo femenino, que designa las acciones y los dichos del “estúpido”. Y todos podemos ser estúpidos, o cometer estupideces, independientemente de nuestras credenciales y diplomas y aun de nuestra inteligencia.

En 2002 Robert J. Sternberg, dirigió el libro colectivo Por qué las personas inteligentes pueden ser tan estúpidas, y, en el prólogo, se pregunta y nos pregunta: “¿Por qué las personas [más allá de sus grados, sus títulos, su cociente intelectual y sus altos cargos] piensan y actúan de forma tan estúpida que terminan destrozando su medio de vida o incluso su propia vida?” Y añade: “Aquellos que se han preguntado si las personas inteligentes pueden ser estúpidas no necesitan indagar demasiado ni tienen que mirar a través del objetivo de ninguna ideología en particular”. Y nos regala algunos ejemplos de los que cito tres:

• “Un presidente de Estados Unidos, graduado por la Facultad de Derecho de Yale […], mostró comportamientos tan estúpidos que muy pocas personas son capaces de comprender por qué hizo lo que hizo. Dejando de lado las motivaciones hormonales, todo el mundo se preguntaba cómo era posible que un abogado tan cualificado se hubiera dejado implicar en una pesadilla legal como aquélla”.

•“Un antiguo fiscal y abogado general del estado de Delaware fue sentenciado a muerte por asesinar a una novia que lo había dejado plantado”.

•“Un geólogo conocido en todo el mundo, mientras estaba siendo investigado por una acusación de posesión de pornografía infantil, mantuvo relaciones con un chico del que más tarde fue acusado de haber abusado sexualmente”.

En “Las leyes fundamentales de la estupidez humana”, Cipolla advierte que, lo mismo en las masas que en las élites, la estupidez está repartida por igual: no disminuye, distributivamente, con la alta educación o con un cociente intelectual más elevado. Esto nos devuelve al argumento de Savater: todos podemos y, en general, todos somos capaces de cometer acciones estúpidas, hablar y escribir estupideces, profesar creencias estúpidas y, como es obvio, sin dimensionar las consecuencias. Para Cipolla, se puede ser un premio Nobel y, a la vez, un estúpido.

Y en la tercera ley fundamental de la estupidez humana establece que una persona estúpida es alguien “que causa un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio”. Al comentar Savater el libro de Cipolla, mismo que recomienda ampliamente, hace la siguiente aportación (luego de recordar que, para Anatole France, “el estúpido es peor que el malo, porque el malo descansa de vez en cuando, pero el estúpido jamás”): “lo característico del estúpido es la pasión de intervenir, de reparar, de corregir, de ‘ayudar’ a quien no pide ayuda, de ‘curar’ a quien disfruta con lo que el estúpido considera ‘enfermedad’, etc.”. Y lo peor de todo es que “cuanto menos logra arreglar su vida, más empeño pone en ‘enmendar’ la de los demás”.

Los estragos de la estupidez
Citando a Pierre Goubert (“¿Quién se atreverá a un Ensayo sobre la Estupidez como motor de la Historia?”), André Glucksmann sentencia: “El hombre es el único animal capaz de transformarse en un imbécil”, y nos avisa que “si la estupidez no se diera aires de inteligencia, no engañaría a nadie, y la vanidad de sus comedias quedaría sin consecuencias”.

Pero, por si fuera poco, hay algo más temible en lo que coinciden Glucksmann, Cipolla y Savater: la persona común, la gente de la calle, que comete estupideces y cree en ellas con el fanatismo de quien asume que hace el bien y cree en lo correcto, jamás es tan nociva ni mucho menos letal como aquella que ostenta o detenta el poder: la que está en la cúspide de la pirámide y, especialmente, la que ejerce supremacía política, económica y social con la que controla y guía al ciudadano común. Y conste que, en el caso de los gobernantes y políticos, en general, se trata de gente mediocre, aunque hábil para manipular.

Una persona sin poder comete estupideces, pero no causa los estragos tan enormes que causan los gobernantes, los políticos, los potentados, los famosos, los influyentes e incluso los intelectuales, pues, en el caso de estos últimos, como afirma Savater, “el terreno de debate intelectual atrae al estúpido con particular magnetismo, le estimula hasta el frenesí, le proporciona oportunidades especialmente brillantes de ser estentóreamente dañino. Lo más grave es que su imbecilidad habitual pierde el carácter benévolo aunque descarriado que posee por lo común la estupidez (que, en el fondo, es una perversión alimentada de buenas intenciones) y puede llegar a ser insólitamente malévola o cruel”.

Y no olvidemos la maldad, pues Cipolla concluye que “se observa, sobre todo entre los individuos que están en el poder una alarmante proliferación de malvados con un elevado porcentaje de estupidez”. Dicho, sabiamente, por Ezra Pound, en su “Credo” (Patria mía, 1950), “si la gente coloca a estos mediocres en posiciones prominentes, entonces todos deben pagar el precio”. Muchos políticos gobiernan con estupidez, porque son gobernados por ella.

Sobre la firma
Fabulaciones | Web

* Fue poeta y es ensayista, editor, divulgador y promotor de la lectura. Sus libros más recientes son Por una universidad lectora y otras lecturas sobre la lectura en la escuela (Laberinto, cuarta edición definitiva, 2021), Escribir y leer en la universidad (Anuies, 2019), La prodigiosa vida del libro en papel: Leer y escribir en la modernidad digital (Cal y Arena/UNAM, 2020), ¡No valga la redundancia!: Pleonasmos, redundancias, sinsentidos, anfibologías y ultracorrecciones que decimos y escribimos en español (Océano, 2021) y El vicio de leer: Contra el fanatismo moralista y en defensa del placer del conocimiento (Laberinto, 2021; segunda edición, 2022) y Más malas lenguas (Océano, 2023). En 2019 recibió el Reconocimiento Universitario de Fomento a la Lectura, de la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo.

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