¿Por qué criticar a aquellos que buscan un mejor entorno mientras otros continúan con sus fantasías de poder?

Cuando, después de viajar 23 horas en autobús, llegué al Distrito Federal, en 1972, a los catorce años, procedente del aún territorio federal de Quintana Roo, con las aspiraciones de estudiar la preparatoria e ingresar a la Universidad Nacional Autónoma de México (en Chetumal, mi ciudad natal, no había ni preparatoria ni universidad), llegué con una mano adelante y otra atrás. Mi familia era lo que le sigue a pobre, paupérrima, y yo recalé a la capital del país con una vieja maletita en la que traía unos cinco o seis libros y algunos trapos: camisas, pantalones, calzones, calcetines y un suéter, y en los bolsillos unos pocos pesos, juntados con mil esfuerzos familiares.
Mi primer alojamiento fue breve: me dieron posada por un mes personas conocidas no por mis padres, sino por nuestros vecinos en Chetumal. Luego anduve de cuarto en cuarto de azotea, durante años, en las colonias Santa María La Ribera, San Rafael y, cuando ingresé, por fin a la UNAM, en San Pedro de los Pinos. Fui siempre un estudiante pobre, económicamente, pero la pobreza y la miseria no sólo tienen que ver con los bienes materiales, sino con la falta de oportunidades, con la incultura, con la condición de carencia respecto de muchas cosas no materiales. Y antes de salir de la universidad, después de los cuatro años que pasé por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, ya había conseguido mi primer trabajo, que fue como obrero (corrector de pruebas), en el desaparecido periódico El Día. Ahí mismo, después, me dieron la oportunidad de ejercitarme en el periodismo: aprendí a ser reportero, yo que quería ser escritor, en la redacción de ese diario que fue mi segunda universidad. ¡Y seguía siendo pobre!
Hoy, a mis casi 64 años, soy escritor, sigo siendo periodista, promuevo la lectoescritura, trabajo en proyectos editoriales, he publicado más de 50 libros y no me he hecho rico. Si acaso, dejé los límites de la pobreza para situarme en una amplia base de clase media baja que vive y sobrevive de su trabajo. La diferencia es que ya no soy pobre ni cultural ni educativamente. He leído y atesoro los grandes libros, y tengo como figuras tutelares no a los políticos, sino a los grandes autores de la literatura y el pensamiento, y todo esto se lo debo a la aspiración de ser universitario, en una universidad pública que me pagaron los contribuyentes de mi tiempo, y a la cual hoy yo retribuyo, con mis impuestos, para ayudar a pagarles la universidad pública a otros estudiantes quizá tan pobres o más pobres de lo que era yo cuando ingresé a la UNAM en la antepenúltima década del siglo XX.
No sé quién se haga rico o millonario con la carrera que yo estudié en la UNAM: Licenciatura en Lengua y Literatura Hispánicas. Lo cierto es que no conozco a nadie que, después de salir de esta carrera, se haya convertido en un Slim, en un Larrea, en un Bailleres, etcétera. Y, sin embargo, tenemos a un señor, en la Presidencia de la República, cuya familia no era exactamente pobre en cuanto a sus bienes materiales (una finca con una extensión de más de trece mil metros cuadrados y un valor actual de 25 millones de pesos), que fustiga con latigazos verbales insultantes a los “aspiracionistas”, condenando con esto el hecho de que la gente tenga aspiraciones de mejoría social, educativa, estética y cultural.
El pecado de abandonar la pobreza
Durante décadas, después de la Revolución, la UNAM y otras universidades públicas han constituido, por excelencia, el fenómeno virtuoso de la movilidad social: no para que la mayoría de los que pasan por la universidad pública se vuelvan potentados, sino para salir de la pobreza que es multifactorial porque, como ya sabemos, involucra no sólo lo económico. Y de los muchos pobres que salieron de la universidad se constituyó un sector de clase media, a veces apático, a veces activo, ilustrado o pensante, que ha cometido, ante la mirada airada del presidente del país, el grave pecado de abandonar la pobreza, aunque sea en sus fronteras, en los límites que a veces se pierden o no se distinguen entre una clase media baja y una pobreza que está emergiendo hacia esa honrosa medianía de la que hablaba Juárez.
El rencor social no es un pecado menor: es la ira del fanático porque alguien ha conseguido, con su esfuerzo y con su trabajo, la mejoría en sus diversos aspectos. Y a esto se le llama resentimiento. (Lean, por favor, el Tiberio de Gregorio Marañón, obra maestra.)
Vuelvo a mí y dejo, por un momento, al resentido social que divide hoy al país entre buenos y malos: los buenos, los que le declaran su lealtad; los malos, lo que mejoraron su vida, salieron de la pobreza (con todo lo que esto significa) y hoy son capaces de ver críticamente en qué país y en qué mundo vivimos y cuán desastroso llega a ser el poder arbitrario que está en las lindes entre el autoritarismo y la tiranía. La vocación crítica la aprendimos en los buenos libros y en la universidad: esto nos abrió los ojos para saber que el poder siempre es el poder y siempre lo es porque se impone por encima incluso de la razón. Y no importa que quien ostenta el poder político haya pasado por la universidad. De la universidad podemos adoptar lo mejor, pero ella no es culpable de lo que hagamos con lo aprendido o de que, por encima de lo aprendido, no hayamos conseguido mitigar nuestro rencor social por quién sabe qué causas poderosamente emocionales, incapaces de mitigarse con el ejercicio crítico y autocrítico y, sobre todo, con la saludable sensibilidad que nos lleva a empatizar con otros más prósperos que nosotros en lugar de conformar bandos de odiadores.
Las aspiraciones del presidente
Es verdad que muchos de quienes han ostentado el poder en México pasaron por la universidad y, especialmente, por la universidad pública, e hicieron un desastre de este país con sus desatinos, ya sea por ignorancia o por capricho o necedad. Pero ello no es culpa de la universidad, del mismo modo que el nazismo no es culpa de los libros que Hitler leía. Mao, el terrible genocida, era incluso poeta, o al menos eso creía él, y, por cierto, en mi biblioteca personal también está Mao, y de uno de sus libros de poemas cito esto: “Ante la inmensidad, absorto/ me pregunto: en esta infinita tierra/ ¿quiénes rigen el surgir y el desaparecer?”. Bueno, el surgir, sin duda, lo rigen la naturaleza y la cultura; en cuanto al “desaparecer”, más de una vez lo rigió el propio Mao cuando ordenó las masacres que sumaron más de 65 millones de personas durante la famosa “Revolución Cultural China” que, asombrosamente, todavía tiene hoy defensores a ultranza, que, además, por cierto, son universitarios.
Al presidente, que fue a la universidad (la UNAM) y se graduó en ella, a quien tanto le gusta recomendar diccionarios a los demás cuando no acepta ni siquiera la definición recta de un término, habrá que sugerirle que en el Diccionario del español usual en México (publicado por El Colegio de México y dirigido por Luis Fernando Lara) lea la acepción del sustantivo femenino “aspiración”, que no es otra que la siguiente: “Deseo de alcanzar o realizar algo que se considera valioso; propósito esperanzado de conseguir alguna cosa”. Ejemplos del propio diccionario: Tener aspiraciones, renunciar a sus aspiraciones, colmar sus aspiraciones, nuestras aspiraciones democráticas, etcétera.
Incluso “personas sin atributos” (en la concepción literaria de Robert Musil) tienen aspiraciones. Hay diputados y senadores y funcionarios del gabinete gubernamental cuyas virtudes no se ven por ningún lado y que, pese a ello, quieren ser presidentes de México. Sin duda son “aspiracionistas”, como lo fue el otrora activista social Andrés Manuel López Obrador cuando “aspiraba” a la Presidencia de México. Ya llegó, ya alcanzó su aspiración, pero esto no lo ha colmado; ahora aspira a ser Dios: omnipotente e inmortal.
Poeta, ensayista, editor, divulgador y promotor de la lectura. Sus libros más recientes son Por una universidad lectora y otras lecturas sobre la lectura en la escuela (Laberinto, nueva edición definitiva, 2018), Las malas lenguas: Barbarismos, desbarres, palabros, redundancias, sinsentidos y demás barrabasadas (Océano, 2018), La lectura: Elogio del libro y alabanza del placer de leer (Fondo Editorial del Estado de México, tercera edición, 2018), Escribir y leer en la universidad (ANUIES, 2019), La prodigiosa vida del libro en papel: Leer y escribir en la modernidad digital (Cal y Arena/UNAM, 2020) y ¡No valga la redundancia!: Pleonasmos, redundancias, sinsentidos, anfibologías y ultracorrecciones que decimos y escribimos en español (Océano, 2021). En 2019 recibió el Reconocimiento Universitario de Fomento a la Lectura, de la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo.
Compártelo:
- Haz clic para compartir en Twitter (Se abre en una ventana nueva)
- Haz clic para compartir en Facebook (Se abre en una ventana nueva)
- Haz clic para compartir en LinkedIn (Se abre en una ventana nueva)
- Haz clic para compartir en Pinterest (Se abre en una ventana nueva)
- Haz clic para compartir en WhatsApp (Se abre en una ventana nueva)
- Haz clic para imprimir (Se abre en una ventana nueva)
- Haz clic para enviar un enlace por correo electrónico a un amigo (Se abre en una ventana nueva)
- Más