Rusalka, de Dvorak, en el Teatro Real de Madrid

Casi un siglo después de su estreno en ese país, la obra ha regresado a este recinto.

Esta destacada producción es realizada junto con el propio Liceo de Barcelona.

Continuador de la obra musical nacionalista bohemia de Smetana, y también influido por los moldes alemanes (Mozart, Beethoven, Schubert, Wagner), Antonin Dvorak (Kralupu 1841, Praga 1904) afianzó su verdadera personalidad hasta cuando empezó a volver más insistentemente la mirada no sólo hacia los ritmos checos, sino también eslovacos, polacos, ucranianos, yugoslavos, como signos distintivos e inconfundibles de una identidad compartida. En esta búsqueda de un nacionalismo a ultranza, se puede decir incluso que la obra de Dvorak amplió los límites musicales de una Bohemia ideal ya fantásticamente configurada por su antecesor, al concebir un mundo imaginario que con enorme fortuna logra acompañar la entonces creciente difusión de la cultura artística y literaria eslava por el mundo occidental.

Una de las tres grandes personalidades del nacionalismo musical bohemio junto con Bedrich Smetana y Leos Janácek, el gran talento de Antonin Dvorak se define ––tanto en su extraordinaria e inconfundible obra orquestal como en su no menos significativa propuesta escénica–– en cómo, a partir de un tema de fondo amablemente propuesto y desarrollado, logra manifestar una fascinación eslava tan extrovertida como sutil, tan elocuente como poética. Y si bien en el terreno escénico no tuvo la fortuna de su antecesor Smetana, ni tampoco la de su sucesor Janácek, Dvorak contribuyó en la construcción de una teatralidad lírica nacional cuyo sello bohemio resulta ya imprescindible, en su caso específico aderezado de una riqueza melódica y un poder orquestador a su vez característicos en quien de igual modo fue un muy notable sinfonista, con otros notables guiños a los espectros camerístico, concertístico (su Concierto Op. 104 para chelo es de los más tocados) y coral.

Su obra lírica menos desconocida en occidente, Rusalka (1901) resulta ser una nueva elaboración del tema pushkiniano ya explotado anteriormente por Dargomijski, aquí una ondina o náyade (tema recurrente en todos los terrenos del arte, especialmente en el periodo romántico) que asume apariencia humana para hacerse raptar por un príncipe del que está enamorada; prontamente abandonada, entonces se empeña en reconquistarlo y lo induce a afrontar la muerte por un beso, mientras ella, recuperada su naturaleza mítica, vuelve a los dominios acuáticos que son a la vez sinónimo de cárcel y de libertad, como sucede con el amor. A partir del tema de una fábula recurrente en prácticamente todas las mitologías, y por más que Dvorak lo haga en esta ópera en tres actos a sus entonces ya maduros efluvios y replanteamientos de melodías populares bohemias, Rusalka no es una obra nacionalista en el más estricto sentido del término, precisamente porque en materia dramática el asunto se convierte aquí apenas en pretexto para desarrollar una partitura prolija en esas grandilocuencia orquestal y riqueza melódica distintivas de un compositor para entonces ya con un prestigio musical inamovible.  El aura eslava es el clima en el que el compositor hace vivir a su criatura, con fuentes de la música ucraniana que considera originarias, si bien da cobijo de igual modo a esas otras voces de una identidad eslava arriba descrita.

De vuelta a España casi un siglo después de su estreno en ese país, ha regresado al Teatro Real de Madrid en una destacada coproducción con el propio Liceo de Barcelona donde también se estrenó en 1924, la Säschsische Staatsoper de Dresde, el Teatro Comunale de Bolonia y el ahora también muy activo Palau de les Arts Reina Sofía de Valencia. Y ha tenido lugar con una muy brillante puesta del talentoso y experimentado director alemán Christof Loy, sobresaliente por su coherencia con la partitura, en provecho de los cantantes que aquí no sólo tienen que sortear la difícil prueba de hacerlo en una lengua de más bien escaso uso, sino además acometer un no menos temerario examen en materias vocal e interpretativa. Los demás conceptos creativos han contribuido aquí a recalcar una línea realista que si bien rompe con la fuente fantástica original, en cambio no alteran el discurso dramático que la propia partitura de Dvorak describe y desarrolla con maestría.

En el ya mencionado terreno vocal donde esta obra impone riesgos en apariencia inexistentes, ha destacado la sobresaliente y hermosa soprano lituana Asmik Grigorian (sigue así los pasos de otras figuras de la talla de la eslovaca Gabriela Benacková y la norteamericana Renée Fleming), a quien ya conocía y me había fascinado con una versión poderosa de la no menos difícil Salomé, de Richard Strauss, en el Festival de Salzburgo. Además de contar con un hermoso registro y una técnica impecable de soprano dramática con una más que promisoria carrera por delante, es una no menos estupenda actriz, y aquí muestra también recursos dancísticos que se sabe igual afianzó en sus largos y exhaustivos estudios dentro de una familia con diversas cualidades artísticas. El segundo papel femenino importante lo abordó aquí la muy conocida soprano finlandesa Karita Mattila, quien si bien ya no está en su mejor momento, muestra todavía las dotes de quien ha hecho una sólida y extendida carrera con un amplio repertorio que va desde Verdi hasta Wagner y desde Puccini hasta Strauss. Tambén ha estado a la altura el tenor norteamericano Eric Cutler, con de igual modo muy buenas pasta y escuela que tuvo que poner a prueba con la dificultad adicional de tener que cantar tan complicado rol con muletas; quien ha incursionado con éxito en parte del doctoral repertorio wagneriano, a su poder de tenor heroico, suma la belleza de su timbre. En ese mismo tenor han estado el bajo ruso Maxin Kuzmin-Karavaev y la mezzosoprano sueca Katarina Dalayman, quienes confirmaron por qué en los países eslavos y nórdicos se han dado grandes voces sobre todo en los registros más graves, en la que es ya una gran escuela de larga data.

El director concertador ha sido la igualmente reconocida batuta inglesa Ivor Bolton, cuidadoso no sólo en la conducción de una partitura donde el color orquestal y la generosidad melódica muestran ser el sello distintivo de su creador, sino además en no sobrecargar ni oscurecer a las voces, al frente de una espléndida agrupación que ha tenido la oportuniodad de trabajar con toda clase de músicos y directores de primer orden. El coro, por su parte, con presencia en off para no sobrecargar la escena, ha tenido una participación más que sobresaliente, de la mano del maestro Andrés Máspero. El trabajo coreográfico, que en esta por demás colorida partitura de Dvorak tiene especial relevancia en el segundo acto, ha estado a cargo del conocido bailarín albano Klevis Elmazaj.

Un tardío reestreno de Rusalka, de Antonin Dvorak, en el Teatro Real de Madrid, a tope, hermosa obra con memorables frases, como la archireconocida aria de la soprano del primer acto, “La canción de la luna”, que en voz de la Grigorian sonó a plenitud. Volver la mirada a otros repertorios permite apreciar y disfrutar otros acervos de la lírica universal injustamente menos abordados y conocidos, con notables aciertos en el espectro escénico y de cara a un genio musical injustamente silenciado en su faceta como compositor de óperas.

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