El 21 de noviembre de 2018, entrevistado por la periodista Carmen Aristegui (CA), no “conservadora” ni “simuladora”, aún, sino hasta tres años después, cuando se mostró crítica con quien fuera su “amigo” y admirador, el entonces “presidente electo” Andrés Manuel López Obrador (AMLO), dijo lo siguiente en lo que es, hasta hoy, la mentira más infantil del presente gobierno, refiriéndose a su obsesión denominada Tren Maya:
CA: Pero tú qué dices: ¿no van a tumbar un árbol?
AMLO: Ni un solo árbol.
CA (incrédula): ¿No van a tumbar un árbol?
AMLO: Ninguno.
CA (más incrédula): ¿Ni uno?
AMLO: Ninguno.
CA: ¿Ni para hacerlo subterráneo en alguno de los tramos?
AMLO: Nada nada nada. Al contrario…
CA (incredulísima): ¡Ni un solo árbol!
AMLO: Al contrario. ¡Ni un solo árbol! Vamos a sembrar cien mil hectáreas en la zona del Tren Maya de árboles frutales y maderables.
Los políticos, como dijo Borges, tienen el hábito de prometer y mentir a fin de alcanzar la profusa popularidad, y han convertido la promesa que, de antemano, es una mentira, en una sólida verdad para quienes los admiran y les rinden adoración, aunque sean las personas menos adorables. Aunque la promesa sea imposible de cumplir, como la reseñada, apelan no a la inteligente incredulidad periodística, sino a la irracional credulidad del simpatizante que, aun frente a las evidencias, se hace el ciego y el sordo. Así, la necedad reafirma la mentira aceptada como verdad, y esto ocurre, como escribe John Arbuthnot en El arte de la mentira política (1712), porque “ningún hombre suelta y expande la mentira con tanta gracia como el que se la cree”. Y si hay personas capaces de creer que sus mentiras son verdades, son las que se desenvuelven, con entera naturalidad, todos los días, en la política. No comprenden la ficción literaria, pero en la mentira política son expertas.
En El arte de la mentira política, Arbuthnot se permite una acotación, a manera de símil, en relación con la literatura: “Al igual que el más vil de los escritores tiene sus lectores, el más grande de los mentirosos tiene sus crédulos: y suele ocurrir que, si una mentira perdura una hora, ha logrado su propósito, aunque no perviva. La falsedad vuela, mientras la verdad se arrastra tras ella, de suerte que cuando las personas se desengañan, lo hacen un cuarto de hora más tarde”. Esto en cuanto a quienes se desengañan, que tienen que ser, forzosamente, los menos crédulos entre los crédulos, los que alientan así sea un mínimo de escepticismo, aunque después de haberse desengañado todavía duden de su desengaño y se sientan culpables de aceptar la verdad cuando estaban y vivían tan cómodos dentro de la mentira. En relación con la mayoría, explica Arbuthnot, no hay que hacerse ilusiones, pues “la mentira política es el arte de hacer creer falsedades saludables al pueblo”.
Que “el pueblo” crea estas falsedades es comprensible: ha vivido toda su existencia de promesas incumplidas por parte de los políticos, pero en lugar de volverse incrédulo prefiere, por necesidad, y por comodidad, creer que “esta vez” (¡por una vez al menos!) no le tomarán el pelo. De otro modo, en el momento en que dejase de creer en las nuevas promesas y en las nuevas mentiras, no tendría nada a qué asirse, y ese miedo a la libertad de no creer, como dijera Erich Fromm, lo sumiría en un pánico que no sabría cómo controlar. Por eso los políticos siguen prometiendo y mintiendo con la mayor desfachatez, a sabiendas de que los crédulos constituyen legión. Y esto también lo saben los vendedores de humo del “pensamiento positivo” empresarial: ahí donde los extremos se tocan.
Tener fe en algo es indispensable para vivir. Los que ya no tienen fe en nada (ni quieren ni esperan nada) se salen del camino y el día menos pensado se desbarrancan… por accidente o por voluntad, intuyendo (ya que no necesariamente sabiendo) las amargas y luminosas palabras de Luis Cernuda: “No sé nada, no quiero nada, no espero nada. Y si aún pudiera esperarlo, sólo sería morir allí donde no hubiese penetrado aún esta grotesca civilización que envanece a los hombres”.
Cuando la ficción literaria, la invención artística, la creación estética es la única verdad confiable en una sociedad llena de políticos mentirosos y de crédulos necesitados, podemos estar seguros de que la verdad de Dante, Shakespeare, Cervantes, Tolstói, Stendhal, Balzac se impone a la mentira política, pero para ello se necesitan lectores más que electores.
Acto de transfiguración
Como es obvio, el mentiroso patológico padece una enfermedad: mitomanía. Miente sobre cualquier cosa e inventa sinsentidos: estaría cerca del creador literario de no ser porque carece de un propósito estético, de una vocación artística. El mentiroso político, en cambio, es calculador: sabe, más o menos, el alcance de sus mentiras y todas ellas tienen un solo propósito: la manipulación de la verdad, tal como lo advierte y lo explica Harry G. Frankfurt en su brillante opúsculo On Bullshit (2005). Miente con el objetivo de desacreditar a quienes dicen la verdad, ganando, para su causa, a quienes simpatizan con sus mentiras que equivalen a promesas de felicidad. No se trata, exactamente, de charlatanería, sino del uso político de la mentira para convencer a los crédulos y sumar adeptos que se identifican con él.
Escribe Frankfurt: “Tanto mentir como farolear son formas de tergiversación o engaño. Ahora bien, el concepto más central y característico de la naturaleza de la mentira es la falsedad: el mentiroso es esencialmente alguien que deliberadamente enuncia una falsedad”. Añade: “Una mentira es un acto con una marcada intención. Está concebido para introducir una falsedad determinada en un punto preciso del conjunto o sistema de creencias, a fin de evitar las consecuencias de tener dicho punto ocupado por la verdad”.
En un acto de transfiguración, el político está dispuesto a creer que la mentira que propala no es otra cosa que la verdad. Para Frankfurt, “es imposible mentir si uno no cree conocer la verdad”; pero, en el caso de los políticos, la manipulación que hacen de ella, para adecuarla a sus fines, termina por convencerlos a tal grado que son incapaces de distinguir la verdad de la mentira y creen en ésta, con obstinación, volviéndose parte de la mentira “verdadera” que pregonan y defienden sin tener que someterla a ningún debate o discusión.
En mayor o menor medida, todos los gobiernos pretenden ser dueños de las personas: controlar sus ideas y sus acciones, y más aún cuando el gobierno es el de alguien que monopoliza la “verdad” como amor propio en el que coinciden narcisismo, vanidad y endiosamiento. De ahí nace la mentira política, pues la mentira principal del político es afirmar que todo lo que hace es “por amor al pueblo”, a pesar de que Hannah Arendt le respondió hace mucho: “Nunca en mi vida he amado a ningún pueblo ni colectivo, ni al pueblo alemán, ni al francés, ni a la clase obrera, ni a nada semejante. En efecto, sólo amo a mis amigos y el único género de amor que conozco y en el que creo es el amor a las personas”.
Pero no hay político que no diga amar al pueblo y que no asegure sacrificarse por él: “el pueblo”, esa “entidad abstracta”, dijera Borges, gracias a la cual el político existe.