Autores de gran trascendencia han entregado su independencia al gobierno, ese moderno mecenas

Desde la Antigüedad, cuando aún no existía el “público lector”, o cuando los lectores eran muy escasos, los escritores se acercaban a los poderosos (césares, reyes, príncipes, papas, cardenales, políticos y adinerados particulares) para conseguir un mecenazgo, esto es, la ayuda económica de un donante que los proveyera (a veces hasta con esplendidez) a fin de alimentarse y seguir escribiendo su obra literaria, puesto que, por ella, no eran remunerados.
El termino “mecenas” se volvió sustantivo común a partir del nombre propio Cayo Mecenas (consejero del emperador romano Augusto), quien a finales del siglo primero antes de Cristo se hizo protector de los literatos y de las letras. De ahí, el sustantivo masculino “mecenazgo”: cualidad de mecenas y “protección o ayuda dispensadas a una actividad cultural, artística o científica” (según el Diccionario de la lengua de la Real Academia Española). De este modo, el mecenas amplió su apoyo no sólo a las letras, sino, en general a la creación literaria, artística y científica, convirtiéndose en la persona que protegía estas manifestaciones y, muy especialmente, alimentaba y apoyaba en todo sentido a sus creadores.
Queda claro que el mecenazgo no era gratuito: los beneficiarios se comprometían con sus protectores y, entre otras cosas, como es obvio, no podían (en el caso de los escritores) satirizar o burlarse de sus patrones y sí, en cambio, cargar la tinta y afilar el ataque contra los enemigos de sus protectores. Son muchísimos los grandes y los insignificantes escritores que vivieron en este esquema de dependencia y pendencia para poder seguir escribiendo: a veces obras maestras y, otras muchas más, adulaciones y loas mercenarias. Con el paso del tiempo, de los siglos, la obra magistral o genial sobrevivió, en tanto que la porquería desapareció. No solemos recordar las genuflexiones de Cervantes, Quevedo, Góngora o Lope hacia sus protectores. Pudieron incluso perder la dignidad, pero sus obras los salvan en el tiempo, en tanto que sus indignidades sólo quedan como breves alusiones en sus biografías.
En la modernidad, el mecenazgo lo asumió el gobierno, con el propósito de cooptar o silenciar a los escritores y artistas, en general independientes y, a veces, antigobiernistas. Ya que no podía conseguir, con entera certeza, las loas y los aplausos al gobernante, en su calidad de mecenas, éste le apostó a amansar o silenciar a los beneficiarios, y aunque hay beneficiarios que, de antemano, están dispuestos a aclamar y a glorificar a sus mecenas gubernamentales, la mayoría de los artistas y escritores sabe que el mecenazgo del gobierno es, en sí, una obligación (la obligación de apoyar la cultura), porque el dinero que se usa para ello no sale del bolsillo de los gobernantes, sino del de los contribuyentes. Por ello, en muchos casos, quienes reciben el mecenazgo gubernamental (como un derecho) siguen siendo críticos a los gobiernos, sus excesos, sus tropelías, sus autoritarismos, sus corrupciones y sus desplantes de arrogancia. No tienen que sentirse parte de un sector social improductivo ni mucho menos desleal en el sentido perruno (que muerde la mano del amo) y, pese a los apoyos económicos que reciben, siguen considerándose, en esencia, independientes.
Quien está consciente de que el gobierno es un mecenas que tiene la obligación social y cultural de ese mecenazgo no anda echándole porras al gobernante en turno ni postrándose a sus pies. Esto lo hacen quienes coinciden ideológicamente con ese gobierno y ven en el apoyo que les da una recompensa pecuniaria por su incondicionalidad y, no pocas veces, por su complicidad. También lo hacen los que ni siquiera tienen conciencia de que los recursos públicos, repartidos en la forma de mecenazgo, son en realidad parte de la obligación gubernamental para el desarrollo cultural, educativo, artístico y científico de una nación, y además lo que se destina para ello es lo que le sigue a insignificante: una migaja, comparada con los sueldos de los altos funcionarios que por lo demás ni siquiera funcionan.
Pero si esto ya es suficientemente claro, lo que no llega a comprenderse es por qué los grandes y prestigiosos escritores y artistas (y también algunos científicos sociales o duros) se prosternan ante el gobernante, se suman a sus filas de aduladores y adoradores, a pesar de que la divisa de toda creación que se respete es la independencia, y se les ve postrados ante el poder político como si éste necesitase más poder. Todo gran escritor que suma su prestigio nacional e internacional a un gobierno está traicionando su independencia ética y estética para convertirse en un adulador del poder y el poderoso. Se trata de una cesión vergonzosa, pues todo gran creador independiente (que no necesita, para nada, al gobierno) debe ponerse del lado de la sociedad a fin de evitar las arbitrariedades del poder, sus caprichos, su autoritarismo y su abuso y despotismo que, con frecuencia, conducen a la tiranía.
Esto no es significativo cuando los escritores y artistas son casi inexistentes en sus obras (y en sus sobras), aunque sean muchos. Pero sí lo es cuando unos pocos de los grandes creadores (escritores, artistas, científicos), que se cuentan con los dedos, con trascendencia nacional e internacional se ponen del lado del poder político y, además, se convierten en sus portavoces sin nombramiento oficial. “¡Pero qué necesidad!”, exclama el clásico de clásicos, para continuar al ritmo de: “Para qué tanto problema./ No hay como la libertad de ser, de estar, de ir,/ de amar, de hacer, de hablar,/ de andar así sin penas”.
Porque, en efecto, estos importantes creadores que se entregan al poder y al poderoso renuncian a su libertad, cediéndosela al gobernante, y con ello causan una profunda pena que, sin embargo, ni les sonroja ni consigue que se les caiga la cara de vergüenza. No se le cayó al gran poeta chileno Pablo Neruda, por su entrega gratuita al estalinismo y sus loas al Padrecito Stalin. Tampoco se le cayó al gran narrador colombiano, por su complicidad con el castrismo y sus alabanzas y adulaciones al dictador cubano Fidel Castro, a pesar de que ambos sabían que estos tiranos aplastaban a sus pueblos. En su novela póstuma El color del verano, Reinaldo Arenas le cobra la factura de su mezquindad al autor de Cien de años de soledad: “Atención, cuando vayáis a insultar a cualquier hombre debéis comenzar siempre de esta forma: ‘Es el ser más envilecido de la Tierra después de Gabriel García Markoff’”.
Aparte de los (chicos, mediocres y grandes; talentosos y sin talento) que han cedido hoy su independencia ética y estética al Gran Tlatoani López Obrador y a los otros López, en México también tuvimos un caso muy sonado de un importante escritor, Carlos Fuentes, que se puso al servicio del poder y llegó a decir que sólo había de dos sopas: “Echeverría o el fascismo”. Gabriel Zaid, el más congruente de los escritores mexicanos, le dijo públicamente: “Creo que te equivocas en lo más importante: al usar tu prestigio internacional para reforzar al ejecutivo, en vez de reforzar la independencia frente al ejecutivo. […] Usar el mínimo poder de publicar para celebrarlo, para dar gracias por tenerlo y en último término para devolverlo: para ayudarle a conseguir sus fines al verdadero poder, que es el ejecutivo, ¿qué diferencia deja, a los ojos del público, entre un escritor independiente y un portavoz del ejecutivo? El contexto, aunque no quieras, configura tu posición como una entrega de independencia. Una entrega totalmente gratuita, en el doble sentido de buena para nada y a cambio de nada: ni para el público ni para ti, que no sólo no te beneficias, sino que pierdes”.
Como colofón, otra vez el escritor cubano Reinaldo Arenas vuelve a tener razón respecto de los entreguistas al poder de ayer y de hoy: “El hombre sólo vive para alimentar su vanidad; por eso es tan fácil de utilizar, sobre todo por los poderosos y los astutos”.
Y si hay gente vanidosa, no hay que esforzarse para hallarla entre los escritores.
* Fue poeta y es ensayista, editor, divulgador y promotor de la lectura. Sus libros más recientes son Por una universidad lectora y otras lecturas sobre la lectura en la escuela (Laberinto, cuarta edición definitiva, 2021), Escribir y leer en la universidad (Anuies, 2019), La prodigiosa vida del libro en papel: Leer y escribir en la modernidad digital (Cal y Arena/UNAM, 2020), ¡No valga la redundancia!: Pleonasmos, redundancias, sinsentidos, anfibologías y ultracorrecciones que decimos y escribimos en español (Océano, 2021) y El vicio de leer: Contra el fanatismo moralista y en defensa del placer del conocimiento (Laberinto, 2021; segunda edición, 2022) y Más malas lenguas (Océano, 2023). En 2019 recibió el Reconocimiento Universitario de Fomento a la Lectura, de la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo.