Félix Suárez nos presenta un libro de gran belleza cruel que nos marca con una llaga ardiente

Leí con gran emoción y melancolía Los jardines abandonados (Fondo Editorial Estado de México, 2022), de Félix Suárez. Es un libro tan concentrado, tan desolado, tan, digámoslo así, vigorosamente lleno de desaliento, que me atrapó de inmediato y me vi reflejado en estos epigramas en prosa, justamente porque estas mismas preocupaciones líricas y metafísicas me asaltan a diario en los últimos tiempos. Y hay algo que este sincero desánimo tiene de virtud: si no se dice hoy ya no se dijo nunca.
Me queda claro que Félix Suárez no hubiera podido escribir estos poemas tan descarnados, tan desolados y desollados, de no ser por los años que le han caído y por esa experiencia que el joven poeta no tiene cuando quiere decir tantas cosas que no sabe de ese insuperable “un no sé qué que quedan balbuciendo”. Ahora, en cambio, el poeta maduro, nombra el dolor, la melancolía, la desolación, el abatimiento y el sentimiento del no saber para qué de un modo magistral, sintético, preciso, envidiable, diría yo. Admiro esta poesía, más allá de la persona que la escribe, y mucha de esta empatía, o más bien simpatía, afinidad, hermandad (fraternidad es la palabra), se debe a que muchos poetas no saben (o no quieren) expresar el dolor y se conforman con jueguitos verbales que a mí francamente me dejan indiferente cuando no me irritan. Poeta maduro que sigue escribiendo para “jugar”, no es poeta. Se admite en los jóvenes; en los viejos es pecado mortal. ¡Que se los cargue el diablo!
Los epigramas y aforismos de Félix Suárez dicen lo que hay que decir de esta vida, que es ingrata en muchas cosas, pese a que deseamos todo el tiempo que nos sea fértil en amores y dichas. Hace siete años (tengo que decirlo) publiqué el que considero será mi último libro de poesía: lleva por título sintomático El último strike (Laberinto, 2016), y afirmé: “Si, por fatalidad, desidia o impotencia, ya no escribiese jamás otro libro de poesía, sería muy grato poner punto final a mis poemas con El último strike”. Hoy creo que así será: el último lanzamiento en este juego de la vida, y aunque ahí hay poemas celebratorios, me di cuenta de que era más bien un repaso melancólico por lo que ha sido mi existencia, y digo cosas que de no decirlas ahora ya no las diría nunca.
Esto mismo encuentro en Los jardines abandonados (el título ungarettiano y pizarnikiano les va perfectamente). No sabemos qué pasará con lo que escribimos y a veces no sabemos siquiera por qué y para qué escribimos, pero no tenemos remedio ni nada que elegir: lo hacemos porque nos es imposible dejar de hacerlo. Yo ya no tengo ni siquiera la ingenua vanidad de sobrevivir a nada. Pero reafirmo, al leer este libro de Félix Suárez, que cuanto menos ingenua vanidad tenemos, mejor nos podemos expresar. Esto es algo de lo mejor que encuentro en el volumen.
Madurez expresiva, síntesis, equilibrio en el decir y en el sentir. Amargura, sí, pero es que de la miel poco se puede decir: empalaga, escalda la lengua, fastidia y siempre nos deja con un sentimiento de hartura y a la vez de insatisfacción. La amargura, en cambio, sólo admite beberse a sorbos, a pequeños tragos, como el alcohol más recio, porque raspa al pasar, pero nos deja una llaga ardiente que luego se hace cicatriz.
Los jardines abandonados son un destilado fino, de alta gradación y, además, sus páginas siempre van aumentando en intensidad, de modo que cuando llega el lector (yo o cualquier otro) a la última página ya no queda nada por decir. Acaba uno exánime, pero sabiendo del todo que esto es la vida o que esto es también la vida, y uno la acepta (no podemos sino aceptada) y ello nos reivindica en el oficio de vivir, como dijera Pavese, para alcanzar a saber que no todo ha sido en vano. Y es que escribir y vivir son la misma cosa, y la alegría y el sufrimiento, la misma moneda con su cara y su cruz.
No, no escribimos para nadie: sólo para nosotros mismos. Pero esto únicamente podemos saberlo cuando ya han pasado los años sobre nosotros. Los jóvenes poetas no lo saben, los jóvenes que fuimos no lo supimos. Todo el tiempo pensamos que escribíamos para los lectores y (sonriamos con sonrojo) para la “posteridad”. En realidad, los lectores de nuestros libros somos nosotros, y los libros de otros autores que leímos y que nos cambiaron la existencia siempre fueron los libros que hubiésemos deseado escribir, que hubiésemos deseado vivir. Félix Suárez lo dice muy bien en ese puñado de epigramas y aforismos sobre la lectura, que ocupan tan buen lugar en Los jardines abandonados.
Con esas páginas no puedo sino identificarme. Somos lectores: estamos hechos de palabras, pero especialmente de sentimientos, emociones, inteligencias y afectos. Nos identificamos con lo que leemos si nos encontramos en ello. Por eso dejamos de leer cosas que no nos tocan, que no nos increpan, que no nos atraen, porque no son como el ideal de Kafka: un hacha para romper el mar helado que llevamos dentro. Y está bien que así sea. No tiene caso perder el tiempo tan corto que nos queda con cosas que no nos son indispensables. Ya vamos ligeros de equipaje: ya lanzamos el lastre. Nos hemos quedado únicamente con unos pocos libros o, mejor dicho, esos pocos libros se han quedado para siempre en nosotros y con ellos nos iremos.
Más allá de la crítica y el optimismo
Sobre el Cantar de los Cantares se impuso el Eclesiastés. Creo que Félix Suárez ya sabe también esto, y ello se advierte en este libro de gran belleza cruel. Pero no lo sabíamos hace medio siglo, y no lo sabíamos porque creímos todo el tiempo, o quisimos creer todo el tiempo, que lo inmortal era el amor, cuando en realidad lo verdaderamente inmortal es el dolor… y su llaga. Ahora que ya lo sabemos, tenemos que vivir con ello. Y decirlo. Y escribirlo. No sabemos para qué. No sabemos para quién. Pero tampoco importa. Lo que no podemos es dejar de hacerlo. Los jardines abandonados es una espléndida prueba de ello.
A veces las palabras faltan y en muchas más ocasiones las palabras sobran. No se equivocan quienes han sabido observar (y lamentar) que nunca como hoy las palabras valen menos. (¡Basta con oír, ni siquiera escuchar, a los políticos y a sus huestes, a sus simpatizantes, que repiten lo que sus ídolos gritan, y que han hecho del idioma algo que ya no es dialógico! Lo han destruido, tal vez irremediablemente.)
Por ello hay libros, un ejemplo es Los jardines abandonados, con los que no vale la crítica “profesional”; porque, por principio de cuentas, son libros que no admiten la crítica de oficio, la oficiosa y no pocas veces la oficial (ésa que bien definió Stephen Vizinczey como “la política de la literatura”). Son estos libros, como el de Félix Suárez, que sólo admite la celebración, porque nos invita al diálogo.
Leemos en sus páginas: “Escribimos esperanzados, como aquellos corredores de fondo que se esfuerzan durante largas jornadas, confiados en que un día alcanzarán su mejor marca, su mejor tiempo. Así nosotros: nada nos haría enfrentar de nuevo el misterio si no creyésemos que la siguiente línea, el siguiente verso, corregirá y redimirá algo de todo eso que escribimos al vuelo —agitados—, corriendo a diario, tras sabe Dios qué urgencia”.
Este sintético epigrama vale más que muchas páginas escritas y por todas aquellas que nunca pudimos escribir: “Nada nos queda al final sino lo perdido”.
No es un libro que yo pueda recomendar a los optimistas. Mejor dicho: ¡es a ellos, justamente, a quienes no les recomendaría nada! Con la felicidad vanidosa jamás se ha hecho buena literatura. La verdad no siempre es bella… ¡pero es la verdad! Ni más ni menos.
Poeta, ensayista, editor, divulgador y promotor de la lectura. Sus libros más recientes son Por una universidad lectora y otras lecturas sobre la lectura en la escuela (Laberinto, nueva edición definitiva, 2018), Las malas lenguas: Barbarismos, desbarres, palabros, redundancias, sinsentidos y demás barrabasadas (Océano, 2018), La lectura: Elogio del libro y alabanza del placer de leer (Fondo Editorial del Estado de México, tercera edición, 2018), Escribir y leer en la universidad (ANUIES, 2019), La prodigiosa vida del libro en papel: Leer y escribir en la modernidad digital (Cal y Arena/UNAM, 2020) y ¡No valga la redundancia!: Pleonasmos, redundancias, sinsentidos, anfibologías y ultracorrecciones que decimos y escribimos en español (Océano, 2021). En 2019 recibió el Reconocimiento Universitario de Fomento a la Lectura, de la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo.
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