Involuciones en la escritura y la lectura

Hoy, personas inteligentes no pueden leer textos extensos que imiten la información predigerida de la red

Autores modernos crean libros fáciles y rápidos de leer para no alejar a sus leedores.

A partir del auge de las redes sociales de internet se han producido generaciones perdidas de lectores de libros y, especialmente, de libros con un contenido inteligente además de placentero. No es lo mismo leer un libro, en el soporte que sea, que simplemente tuitear.

Nunca debemos olvidar, aunque haya gente torpe que banalice esto, el hecho de que, con los libros de Harry Potter, de J. K. Rowling, al finalizar el siglo XX y en la primera década del XXI (1997-2007) asistimos al milagro de que los niños y los adolescentes leyeran libros de 700 y 800 páginas de puro texto, sin monitos, sin imágenes, porque las imágenes, como es obvio, estaban en la imaginación. (Hace falta el estudio que examine objetivamente qué ocurrió con la “generación de lectores de Harry Potter”.)

Con la saga (los siete volúmenes) de Harry Potter (La piedra filosofal, La cámara secreta, El prisionero de Azkaban, El cáliz de fuego, La Orden del Fénix, El misterio del príncipe y Las reliquias de la muerte) se había ganado bastante en las prácticas de lectura infantiles y juveniles, pero mucho de esto se extravió, si no es que se perdió, con las redes sociales de internet. La siguiente pregunta, más allá de que pueda sonar retórica, es válida: ¿A qué hora lee un libro alguien que se la pasa la mayor parte del tiempo tuiteando, guatsapeando, youtubeando, feisbuqueando y, en general, navegando por esos anchos y turbulentos mares de internet?

Hay cifras duras al respecto del México anterior a la pandemia, y tenemos que situarnos, a partir de ahora, en el antes y el después de la pandemia, porque a partir del tercer mes de 2019, todo el 2020, todo el 2021 y el primer trimestre de 2022, la situación de la lectoescritura no se ha estudiado suficiente ni confiablemente. Pero entre 2015 y 2019, de acuerdo con el Módulo sobre Lectura (Molec), que forma parte de la Encuesta Nacional de los Hogares del Inegi, perdimos 10 por ciento de lectores de libros (del 50.2 por ciento al 40.2 por ciento). Lo que significa que, a este ritmo de pérdida, en 2025 los lectores de libros no rebasarán el 36 por ciento. Son cifras, pero de ningún modo “cifras alegres”, ni mucho menos optimistas. Están sustentadas en instrumentos de medición que poseen una prospectiva, y no únicamente en concepciones subjetivas o en apreciaciones ideológicas y demagógicas.

Según el Molec, entre 2015 y 2019, el tiempo dedicado a las redes sociales pasó de 109 minutos diarios a 153 minutos en promedio; es decir, 20 por ciento más, con lo cual México está en top diez de los países con mayor consumo en redes sociales: ocupa el octavo lugar mundial. En términos exclusivamente técnicos, ¿qué significa esto? Por lo menos una incidencia en tres factores: “habilidades lectoescritoras deficientes”, “pobreza léxica” y, por lo mismo, “precariedad en el aprendizaje” y, como consecuencia de los factores precedentes, “un alto índice de deserción escolar”.

No se ha comprendido, o no se ha querido entender, que la lectura de libros y la lectura de internet son completamente diferentes. Hay estudios que lo comprueban: quienes leen libros en papel también los leen en sus dispositivos digitales, pero, con sus excepciones, quienes no leen libros en papel tampoco lo hacen en los dispositivos digitales. Internet les sirve, únicamente, a los hiperconectados para chacharear, navegar, memear y realizar mil cosas banales que incluyen leer y escribir, pero con una lectura y una escritura que nada tienen que ver con los libros.

Hay lectores y hay leedores
Digámoslo sin ambages: no es lo mismo fomentar la lectura que fomentar la pereza. Y hay incluso personas inteligentes, digamos que “preparadas”, “ilustradas” o, por lo menos, con alta escolaridad, que no leen un artículo extenso (mucho menos un libro) en una revista, y por extenso entienden cuatro o cinco páginas sin ilustraciones y sin sumarios, balazos e infografías, y piensan que las revistas y los libros deben imitar el formato de las páginas de internet: información masticada y predigerida, textos deshuesados e incluso descarnados, notitas con hartas ilustraciones gigantescas para que los “leedores”, que no “lectores” no se esfuercen en lo más mínimo, porque ya leídos los balazos, sumarios e infografías, ¿para qué querrían leer el artículo o el libro? Muchas personas incluso universitarias están contribuyendo a que la lectura en serio se extinga, en una involución absurda que nos está regresando a los pictogramas de las Cuevas de Altamira.

Que incluso muchos universitarios ya no puedan (porque no quieren) leer libros de más de cien páginas y artículos de más de cinco es revelador: en lugar de trabajar en la pedagogía de la lectura (que mucho se necesita en todos los ciclos escolares), estamos fomentando la pereza que nos trajeron las tecnologías digitales para que una página de una revista en papel y una página de un libro, también en su soporte tradicional, se parezcan más a una pantalla, sea de la computadora de escritorio o de los dispositivos digitales portátiles.

Hemos olvidado, y algunos universitarios ni siquiera lo saben, que el origen de la escritura está en la imagen: en los pictogramas, es decir, en las pinturas rupestres del período paleolítico, en las cuevas de Altamira, España, que se remontan a 18,000 años de antigüedad. En ese momento comenzó la escritura, con representaciones gráficas, sobre la piedra, de bisontes, ciervos y otros animales que plasmó el ser humano que, además, incluyó su representación entre ellos, con su lanza en la mano, para decirnos que él estuvo en este mundo, que habitó su tiempo y que se alimentó de dichos animales. Es la escritura más antigua, hecha de imágenes, de pictogramas (es decir, de dibujos o pinturas sobre la piedra), porque no existía aún un alfabeto de signos que pudiera expresar eso que “leemos” en las imágenes y que constituyen el nacimiento y la infancia de la lectoescritura.

Ahora muchos leedores y no pocos editores, haciéndole el juego a la cultura de la pereza, pretenden regresar a esa época remota en la que el ser humano se comunicaba con imágenes, y se han olvidado, si es que algún día lo supieron, de que, en la larga historia de la cultura escrita pasamos de los pictogramas a los alfabetos, esto es a la representación de las lenguas por medio de signos, desde las tabillas de arcilla en Mesopotamia, con caracteres cuneiformes, que se remontan al año 3000 antes de Cristo, hasta la Piedra de Rosetta, que es un fragmento de una antigua estela egipcia, que data del año 196 antes de nuestra era, con inscripciones en los alfabetos egipcio, demótico y griego antiguo, pasando por los rollos de papiro (hechos de una planta abundante en las orillas del Nilo, en Egipto), que datan del 2800 antes de Cristo.

Cuando Johannes Gutenberg inventó la imprenta de tipos móviles en Maguncia (del Sacro Imperio Romano Germánico) en 1449, se pasó del libro manuscrito, en el que cada ejemplar era único y diferente de cualquier otro, incluso del mismo título (entre los años 300 y 450), al libro impreso en serie, ya no artesanal, sino industrial, la escritura y la lectura ampliaron sus horizontes. (El primer libro salido de la imprenta de Gutenberg fue la Biblia, publicada en 1454.) Y después de tan larga y maravillosa historia, ahora resulta que a mucha gente perezosa le parece un gran avance volver a las Cuevas de Altamira y retroceder 18,000 años.

Un día esta gente celebrará no tener alfabeto. Dios la perdone, porque nosotros no.

Sobre la firma
Fabulaciones | Web

Poeta, ensayista, editor, divulgador y promotor de la lectura. Sus libros más recientes son Por una universidad lectora y otras lecturas sobre la lectura en la escuela (Laberinto, nueva edición definitiva, 2018), Las malas lenguas: Barbarismos, desbarres, palabros, redundancias, sinsentidos y demás barrabasadas (Océano, 2018), La lectura: Elogio del libro y alabanza del placer de leer (Fondo Editorial del Estado de México, tercera edición, 2018), Escribir y leer en la universidad (ANUIES, 2019), La prodigiosa vida del libro en papel: Leer y escribir en la modernidad digital (Cal y Arena/UNAM, 2020) y ¡No valga la redundancia!: Pleonasmos, redundancias, sinsentidos, anfibologías y ultracorrecciones que decimos y escribimos en español (Océano, 2021). En 2019 recibió el Reconocimiento Universitario de Fomento a la Lectura, de la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo.

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