Adulando a las masas: demagogia y oclocracia

Muchos, a pesar de fingir regirse por "la ley del pueblo", son más cercanos al tirano, al dictador y al autócrata

El demagogo no piensa en el cumplimiento de las promesas con las que seduce a las personas.

A Martha Bárcena Coqui y Agustín Gutiérrez Canet, solidariamente

Por defecto de fábrica, todos los políticos y gobernantes utilizan la demagogia, en mayor o menor medida, pero los demagogos absolutos son siempre megalómanos, narcisistas, ególatras, mitómanos y fanáticos, pues la demagogia es un recurso retórico más que una acción positiva: su propósito no es procurar el bien, sino autosatisfacerse, en la más burda autocomplacencia, sin admisión de crítica ni mucho menos de autocrítica. El demagogo absoluto es un gobernante fuera de la ley, un monarca incluso en la democracia y, por lo tanto, para decirlo con Tzvetan Todorov, un enemigo íntimo de la mejor forma de gobierno.

En su Breve diccionario etimológico de la lengua española (El Colegio de México/Fondo de Cultura Económica, México, 1996, quinta reimpresión), Guido Gómez de Silva (1925-2013) define al “demagogo” como al “dirigente que obtiene poder apelando apasionadamente a las emociones y prejuicios de la plebe”, y nos ofrece el origen del término: del griego d?mag?gós, “dirigente o caudillo del pueblo”, de d?m (d?mós, “el pueblo”) más ag?gós, “que conduce”. Literalmente, “el que conduce al pueblo”. (En alemán, “/i>Führer”.) Agrega Gómez de Silva que de la misma familia son los términos “democracia”, “pedagogo”, “endémico”, “epidemia”, “agente”, “demonio” y “agonía”, entre otros.

Lo mismo en una dictadura que en una democracia, el demagogo está en su ambiente: como pez en el agua. Giampaolo Zucchini, autor del artículo “Demagogia” del Diccionario de política (Siglo XXI, México, 1981), dirigido por Norberto Bobbio y Nicola Matteucci, nos ofrece una muy amplia definición de esta lacra que no sólo es política, sino también social y económica, porque afecta la vida normal de una nación y su buen gobierno. Escribe:

“La demagogia no es propiamente una forma de gobierno y no constituye un régimen político, sino que es una práctica política que se apoya en el sostén de las masas favoreciendo y estimulando sus aspiraciones más irracionales y los sentimientos decadentes y elementales y las desviaciones de la real y consciente participación activa de la vida política. Esto se produce mediante fáciles e ilusorias promesas, imposibles de mantenerse, que tienden a indicar cómo los intereses corporativos de la masa popular, o de la parte más fuerte y preponderante de ella, coinciden, en realidad más allá de toda real lógica de buen gobierno, con los de la comunidad nacional tomada en su conjunto”.

Agrega Zucchini que “un tipo de acción es la ejercida por quien, aprovechando particulares situaciones histórico-políticas y dirigiéndolas para fines propios, excita y guía a las masas populares sometiéndolas gracias a particulares capacidades oratorias y psicológicas, a menudo instintivas, que le permiten interpretar sus humores y sus exigencias más inmediatas, uniendo a esto dotes carismáticas no comunes. En el desarrollo de esta política no se tienen mínimamente en cuenta, más que en forma extremadamente superficial y burda, los reales intereses del país ni los resultados últimos a los que puede conducir con el tiempo la acción demagógica, dirigida, en cambio, más que nada, a la conquista y al mantenimiento de un poder personal o de grupo. Con el término ‘demagogia’ podemos pues referirnos a una situación política correspondiente a la descrita, pero en la que dominan las masas en movimiento y se imponen sobre el legítimo poder constituido y sobre la ley haciendo valer sus propias instancias inmediatas e incontroladas. En este caso, Polibio habla más propiamente de oclocracia.”

Esta lúcida definición de la demagogia coincide con lo que Elias Canetti (1905-1994) examina brillantemente en Masa y poder (1960). El demagogo autoritario se impone sobre la ley constitucional y gobierna, de facto, con “la ley del pueblo”. La palabra que más sale de su boca es “pueblo” (del latín pop?lus), acotándola, exclusivamente a los “pobres” de una nación, siendo que el pueblo, en su sentido lato, es el conjunto de personas, sin excepción, nativos y habitantes de un lugar, una región o un país; ejemplos: el pueblo alemán, el pueblo francés, el pueblo mexicano, el pueblo argentino, el pueblo judío, etcétera.

El demagogo autoritario, muy cercano al tirano, al dictador y al autócrata, adula al “pueblo” (conformado exclusivamente por los pobres) y se los echa al bolsillo al afirmar que el pueblo (“bueno por excelencia”) siempre tiene razón, y polariza de este modo a la ciudadanía entre “pueblo bueno” y “enemigos”, excitando a ese “pueblo bueno” a pasar de la euforia a la acción siniestra, según convenga al demagogo, quien al adular así a la masa ciega (pero no sorda) se asume él mismo, de esta manera, como el mismísimo “pueblo” y, en consecuencia, como “la Nación”, “la Democracia”, “la Justicia”, “la Ley”, “el Orden” y, por supuesto, “la Bondad del Dador”, confluyendo esto en la divisa “El Estado Soy Yo” (L’Étad, c’est moi), frase apócrifa que se atribuye a Luis XIV de Francia.

La “masa” (del griego mâza, “mezcla”) lo es porque se amasa, se maneja y manipula, dejándose “moldear” por quien la usa. Adulando al “pueblo”, el demagogo autoritario se gana la simpatía de la masa no sin algunos repartos de recursos menores para convertirse, a los ojos del “pueblo”, en el Ogro Filantrópico por el cual están dispuestos a odiar a los críticos del tirano como si hubieran despertado de una larga molicie. Canetti define esto con genial aforismo: “Es la excitación de unos ciegos tanto más ciegos cuanto que de pronto creen ver”.

Democracia corrupta
Respecto a la “oclocracia” de la que habla el historiador griego Polibio (200-118 a. C.) es, de algún modo, un sinónimo de la demagogia autoritaria, pues la etimología griega ochlokratía no significa otra cosa, de acuerdo con el diccionario de la lengua española, que “gobierno de la muchedumbre o de la plebe”; un gobierno que, por supuesto, está controlado por un déspota demagogo que se parapeta y camufla detrás de esa plebe, pero que, en realidad, marcha en la punta de esa muchedumbre instintiva y vengativa ya moldeada por él.

A decir de Zucchini, “en la historia de las doctrinas políticas se considera que fue Aristóteles quien individualizó y definió por primera vez la demagogia como la forma corrupta o degenerada de la democracia que lleva a la institución de un gobierno despótico de las clases inferiores o, más a menudo, de muchos o de uno que gobiernan en nombre de la multitud. Por tanto, cuando en los gobiernos populares la norma es subordinada al arbitrio de muchos surgen los demagogos que, halagando y adulando a las masas, exasperando sus sentimientos destructivos y desviando su empeño político, consideran como enemigos del pueblo o de la patria a los opositores al régimen despótico instaurado, consolidando así su propio poder a través de la eliminación de toda oposición. Aristóteles define, por tanto, al demagogo como el ‘adulador del pueblo’”.

Concluye Giampaolo Zucchini que la era tecnológica favorece al demagogo más que perjudicarlo, pues “se trata, mirándolo bien, de un círculo cerrado del cual difícilmente se puede salir, puesto que en el exterior y en el interior del individuo existen tales condicionamientos que objetivamente impiden otra opción. En este marco la instrumentalización de las masas, gracias precisamente al aporte de las nuevas técnicas de persuasión y de manipulación de las conciencias, se logra fácilmente”.

La demagogia y la oclocracia son tan monstruosas que personas pudientes que practican incluso la aporofobia (conozco a varias por sus acciones) se asumen hoy protectoras del “pueblo”, pero no para quedar bien con el pueblo, sino para quedar bien con el poder.

Sobre la firma
Fabulaciones | Web

Poeta, ensayista, editor, divulgador y promotor de la lectura. Sus libros más recientes son Por una universidad lectora y otras lecturas sobre la lectura en la escuela (Laberinto, nueva edición definitiva, 2018), Las malas lenguas: Barbarismos, desbarres, palabros, redundancias, sinsentidos y demás barrabasadas (Océano, 2018), La lectura: Elogio del libro y alabanza del placer de leer (Fondo Editorial del Estado de México, tercera edición, 2018), Escribir y leer en la universidad (ANUIES, 2019), La prodigiosa vida del libro en papel: Leer y escribir en la modernidad digital (Cal y Arena/UNAM, 2020) y ¡No valga la redundancia!: Pleonasmos, redundancias, sinsentidos, anfibologías y ultracorrecciones que decimos y escribimos en español (Océano, 2021). En 2019 recibió el Reconocimiento Universitario de Fomento a la Lectura, de la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo.

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