Rimbaud, el eterno rebelde a 150 años de Una temporada en el infierno

El poeta francés dejó como parte de su legado este gran poema gestado lentamente, a la vez diabólico y humano

Este poema fue la única obra publicada por Rimbaud personalmente.

Fuera de cierto círculo, más bien poco se habla hoy de Arthur Rimbaud (Charleville-Mézières,1854-Marsella,1891), quizá porque su poesía puede resultar ya distante en el tiempo, o a lo mejor porque una revivificación de él condensaría los hábitos y la verdadera naturaleza de un género que para muchos —nuestro tiempo ha perdido el oído y sobre todo el aliento para acercarse a él— se encuentra poco menos que muerto: la poesía.

Leer a Rimbaud es enfrentarse al tú por tú con la creación y el mundo, indagar los males pretéritos de este Universo, injuriar al destino —en él, es suma de todas las adversidades vaciadas en una única vida—, y para eso se necesitan agallas que ya hemos consumido en otras exigencias más cotidianas y prosaicas, más intrascendentes. Si el ser actual medio ha perdido sensibilidad y coraje para dialogar con la poesía, para reconocerse desnudo en cuerpo y alma, Rimbaud no resulta de su incumbencia, no le interesa en lo más mínimo, se encuentra fuera de su alcance.

Rimbaud comienza precisamente por la ira, y es por ahí por donde podemos empezar a conocerle; una cólera encendida e incendiaria deambula por su poesía, e imponerse a ella implicaría hoy poco menos que una acción atrabiliaria y hasta masoquista. Fue tal la temperatura en la poesía de ese joven y precoz poeta francés, que terminó en muy poco tiempo por consumirse en sí misma: cuatro años duró su ‘temporada en el infierno’, caso insólito en el contexto de la literatura universal.

Sumergirse en la poesía de Rimbaud constituye uno de los retos más apasionantes no sólo por su inexplicable y seductora precocidad, sino sobre todo porque de su obra emana un torrente exutorio por el cual creemos liberarnos de todo aquello que somos incapaces de decir, conforme su primer espacio familiar le fue hostil y castrante. La poesía de Rimbaud, que es una celebración del dolor de existir, resulta ante todo rebelde e iconoclasta, pero además se erige como señal de voluptuosa entrega, aunque su estado preferido sea más bien el de la blasfemia, y la última de las emociones transmitidas, la de la exultación. Su palabra implica, ante todo, una especie de lenitivo ante el peor de los cánceres del espíritu; con él se alza la voz de todos: “Yo no conozco las cosas,/ y sus ojos son ciegos y sus oídos, lozas./ Por lo tanto, ¡no hay dioses! ¡Ahora el hombre es rey,/ el hombre es Dios y el amor su única ley!”

El tono grave y furioso de la poesía de Rimbaud responde más a su sangre que a su edad; si él hubiese querido seguir escribiendo, como de seguro le hubiera pasado también a Rossini en el campo de la música —otro ejemplo de agotamiento y abandono prematuros—, las palabras hubieran seguido siendo fieles al modelo, firmemente adheridas a su instinto. El lenguaje, como en casi todos los demás poetas de la época —el propio Verlaine, mucho mayor que él, y Mallarmé, por ejemplo—, en Rimbaud adquiere un peso categórico; aunque un poco al margen del simbolismo, Rimbaud buscó rescatar la esencia y el verdadero valor del lenguaje, intentó regresarlo a su estado original.

La expresión en este poeta nunca se percibe alejada de sí mismo, y en este sentido nos recuerda al más auténtico Baudelaire; si en él la palabra llega a ser violenta y hasta monstruosa, es porque así operan su organismo y su conciencia. En Rimbaud jamás se notará una línea mentirosa o demagógica; podremos estar o no de acuerdo con su voz, pero siempre reconoceremos que es auténtica y, como exige la poesía, resultado de una firme convicción. Su aliento poético no se amedrenta ante nada, y mucho menos es capaz de respeto alguno; su única alianza es con el verbo, el que con él se reduce a sus posibilidades primarias, pocas veces exentas de caos. Rimbaud no nos habla de un amor apegado a la convención, como manida repetición sin el menor rasgo distintivo, sino de un sentimiento que encuentra su imagen en la carne, que fue el origen de todo lo existente. Su universo poético, y de ello da clara cuenta en su más que visionaria Temporada en el infierno, no responde en sentido estricto a ninguna tradición.

Una temporada en el infierno, tournée que cualquier “cuerdo mortal” reduciría a espantosa, digna tan sólo de una película de terror, es el más exacto de los legados de Rimbaud; ese texto, tan diabólico como humano, tan terrenal como quimérico, es la mejor prueba del carácter y de la poética de su autor. Una temporada en el infierno puede ser vista además de como unidad de deslumbrante imaginería —por supuesto que no sagrada—, confeccionada a partir de toda clase de infla/mundos, como cuaderno autobiográfico en el que se enseñan, sin eufemismos, todos los matices de un poeta que se autoerigió a la vez como verdugo y defensor de sí mismo.

Toda una paradoja es el resultado de la lectura de la obra poética de Arthur Rimbaud: conforme nos conmueve y alumbra el camino, nos rescata y salva, de igual modo nos asusta y condena, nos violenta e inquieta; a la vez que nos incita, nos deja un vacío que es ardiente y feroz, producto de una llama que silenciosa y apaciblemente nos va consumiendo, de frente a la imagen a la vez angelical y grotesca que se proyecta en este espejo cóncavo que es la vida. La poesía de Rimbaud es, en principio, de un desgarrador cinismo; perfora cualquier naturaleza humana o no, siempre con el único fin de congraciarse, como el peor de los egoístas-sádicos, consigo mismo. He ahí que la ironía sea otro de los impulsos que gestan su mejor poesía, en la voz de a quien nada atormentaba más que el silencio… ¡El destino terminó por vengarse, como si todos los habitantes del éter descrito en Una temporada en el infierno se hubieran confabulado contra él!

El empeño de ese cuatrienio de ardua escritura —de 1869 a 1873, a partir de los quince años—, hasta que se suscitó el lamentabilísimo incidente con Verlaine por el que se abrió un engorroso proceso, es un interesante y vital capítulo en la historia de la poesía francesa. Demoniaco y angelical, gozosamente perverso y aterradoramente santo, como el propio Baudelaire, Arthur Rimbaud es un poeta tan moderno como vigente, y por lo mismo, de apremiante presencia en un mundo que se abisma en la ceguera de quienes no oyen y en la sordera de quienes no quieren ver.

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