Refundar la educación superior: retórica y realidad

A un año de concluir el sexenio es importante realizar un análisis objetivo de los logros y los fallos en educación y pensar en los siguientes pasos

El próximo gobierno bien podría poner en marcha políticas de borrón y cuenta nueva.

Falta menos de un año antes de que concluya el sexenio del presidente López Obrador. Por ahora, pese a ejercicios racionales de prospectiva y a predicciones subjetivas sobre el desenlace de las elecciones presidenciales del 2024, nadie sabe, a ciencia cierta, quién las ganará. Pero, por la tradición política nacional, es previsible que, de ahora en adelante, la población y los políticos se obnubilen con los sondeos de opinión y los méritos/errores de los candidatos. En consecuencia, lo que se hizo hasta ahora se hizo y lo que no… pues no. A esas alturas, son improbables reorientaciones sustantivas en el actuar gubernamental, en cualquier dimensión.

En un escenario 2024 de continuidad inercial, conviene entonces empezar a evaluar ya los programas gubernamentales concernientes al sistema de educación superior nacional (SES) y, principalmente, los orientados a democratizar el ingreso y la permanencia al nivel, en aras de aminorar las desigualdades entre los grupos sociales y de cumplir progresivamente el Objetivo de Desarrollo Sustentable n.4 de la Unesco (acceso de todos a una educación de calidad).

Para superar el repliegue temporal de la cobertura provocado por el Covid-19, en 2022-2023, la secretaria de Educación Pública (SEP) fomentó la densificación territorial de la oferta de servicios educativos, canalizó recursos a las universidades interculturales (y comunitarias) y respaldó las de atención total a la demanda, mediante nuevos establecimientos (universidades Benito Juárez para el bienestar, universidades de la Salud y unidades de la universidad Rosario Castellanos) o el suministro virtual de programas educativos. En 2022-2023, la matrícula total alcanzó 5,192,618 alumnos y el número de primo-ingresantes aumentó 6.8%, según la Asociación Nacional de Universidades e instituciones de Educación Superior (Anuies).

En contraste, otras promesas, igualmente estratégicas, para el futuro de la educación superior en el país, quedaron en calidad de letra muerta. Un año y medio después de terminar el confinamiento, las tasas de deserción, abandono y suspensión de estudios siguieron afectando prioritariamente a los estudiantes vulnerables. Su permanencia desmintió el supuesto vínculo automático entre el redespliegue espacial de los servicios de educación superior, la inclusión y la equidad. Los programas para insertar a los excluidos en la educación superior no alentaron una representatividad más significativa de los marginados.

Independientemente de las valoraciones sobre el incremento en la cobertura, la provisión de servicios educativos de cercanía fue una política pública extremadamente visibilizada en el sexenio que termina. Disimuló incluso la relevancia de otras, igualmente o más significativas, de tipo financiero o normativo. Para dar un solo ejemplo, la Ley general de educación superior, publicada en el Diario Oficial de la Federación el 20 de abril 2021, planteó, en su artículo 4, que “el Estado instrumentará políticas para garantizar el acceso a la educación superior a toda persona que acredite el certificado de bachillerato o equivalente y que cumpla con los requisitos que establezcan las instituciones de educación superior”. Esa preconización y las incertidumbres sobre el monto de los recursos atribuidos por el gobierno a un Fondo especial para que los establecimientos absorban una matrícula ingente y heterogénea, sin demerito de la calidad de los servicios ofertados, tensaron las negociaciones entre rectores y gobierno, en un marco cada vez más autoritario y austero de gestión.

En esa coyuntura adversa, muchas instituciones renunciaron a perseguir sus objetivos endógenos de desarrollo. Autolimitaron la envergadura de los cambios que impulsaban y declinaron algunos de sus roles sociales, académicos y culturales que desempeñaban históricamente. Ese retroceso no fue para bien y alimentó el surgimiento de focos rojos adicionales.

Por desgracia, pese al encargo de “reinventar” la educación superior y de superar disfuncionamientos crecientes, la SEP echó mano de soluciones convencionales. Utilizó fondos extra-presupuestales para resolver cuestiones apremiantes, como lo ha hecho desde tres décadas atrás. Recientemente, activó una Comisión Estatal para la Planeación de la Educación Superior en CdMx.

Instó al Consejo nacional para la coordinación de la educación superior (Conaces) a revisar criterios para evaluar instituciones y programas, como lo hizo el Conahcyt al sustituir el padrón Nacional de Posgrados de Calidad (PNPC) por un Sistema Nacional de Posgrados (SNP). Nada nuevo (ni original) bajo el sol, pese a las reiteradas menciones de una supuesta ruptura paradigmática en el proyecto de educación superior.

Ante las brechas entre los avances logrados y las palabras huecas, urge por lo tanto documentar cuáles políticas públicas fueron efectivamente vinculadas con una supuesta “refundación” de la educación superior y establecer cómo y con quienes fueron concretadas. Es el caso de la interculturalización del SES en su conjunto, anunciada con bombos y platillos hace unos meses, pero con pocos resultados tangibles. Si esa política (y algunas otras) no son objetos de un examen riguroso para monitorear sus avances, la única conclusión posible sobre los alcances de la tan mentada “transformación”, será un desanimado … quien sabe.

Urge anticipar, finalmente, otro riesgo, el que el próximo gobierno ponga en marcha programas conforme con lógicas, ambas contraproducentes, del borrón y cuenta nueva o de un tozudo aferramiento acrítico a las medidas vigentes. Ante esa disyuntiva desalentadora, sobra enfatizar la urgencia de discutir si una política pública se reduce a algunas intervenciones (disruptivas o correctivas) del gobierno, difundidas mediante una machacona retórica oficial. Es preciso reflexionar si implica, por lo contrario, involucrar activa- y abiertamente a actores académicos, estudiantes, especialistas y expertos, en procesos de codecisión democrática, además de los tomadores de decisión y de los burócratas que, por cierto, monopolizan cada vez más la voz cantante.

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