La igualdad que nos distingue

La mejor sociedad es una en la que podamos convivir en paz siendo diferentes

Somos (y, si no lo somos, debemos serlo) iguales en derechos, pero somos diferentes en capacidades, aptitudes, gustos y pensamientos. Si no fuese así, todos estaríamos uniformados y de acuerdo en todo: seríamos clones, no individuos diferenciables; masa, no personas. Es decir, el sueño ideal de todo demagogo que llega al poder y ansía controlar hasta los pensamientos más íntimos de sus gobernados.

¿Es que no podemos comprender que la igualdad en derechos no es para construir una sociedad de pazguatos en serie, de pávidos o listillos, de sumisos o contreras, de rufianes o ángeles? La igualdad, en los seres humanos conscientes, es aquello que nos distingue sobre todo de las bestias, pero también de nuestros congéneres. Y, si comprender es distinguir, debemos distinguir, por ejemplo, que ser idénticos y no tener nada que nos diferencie es peor que discrepar (¡y que se respete nuestro derecho!) y ser distintos a los demás: nuestros iguales.

El “Che” Guevara (cliché de “revolucionarios”) creía que “los jóvenes deben aprender a pensar y a actuar como una masa”, y concluía que “es criminal pensar como individuos”. Sin embargo, él se comportaba como “individuo” incluso a la hora de matar a los “enemigos” (algunos de ellos, sus propios “compañeros”), convencido de que el “odio” es “revolucionario”, y asumiéndose, “revolucionariamente”, como “una fría máquina de matar motivado por odio puro (sic)”. Sí, la “pureza” del odio; la “pureza” revolucionaria.

Décadas después seguimos repitiendo, conscientes o no, estas formas repugnantes de comportamiento. Ponemos en la cúspide de la humanidad a personas de dudosa inteligencia y de una obvia falta de ética; a gente sin escrúpulos, capaz de hacerle la siguiente confidencia a su padre: “en ese momento descubrí que realmente me gusta matar”. El “Che”, como cliché, sigue ondeando en las banderas “progresistas” y su efigie está en las camisetas de los “revolucionarios” que prometen “una sociedad de iguales” por medio del odio puro.

¿Cuál es la mejor sociedad? Esta pregunta ha ocupado a los más grandes filósofos, quienes, en general, acaban convencidos de que es la sociedad que aún no existe y que hay que construir. Pero no es para nada un hallazgo, sino un lugar común, saber que la mejor sociedad es una sociedad de desiguales en la que podamos fraternizar y en la que cada cual, con su legítimo esfuerzo y con su talento o genio, pueda progresar y superarse: una organización humana con movilidad social, imposible de conseguir con autoritarismo y asistencialismo clientelar; una sociedad que ya existe, pero que hay que mejorar, y no esa sociedad imaginaria que nos venden los demagogos en la que “todos seamos iguales” no sólo en derechos, sino en bienes y en haberes, pues en una sociedad así (utópica, imaginada “por odio puro”), ante la imposibilidad de hacer igualmente ricos a todos, se les hace pobres por igual: al ras (como en Corea del Norte), salvo el Líder Supremo, su familia y su círculo cercano que disfrutan del poder, que tienen sueldos y privilegios de infarto y hablan siempre en nombre de los pobres, pero instalados en las comodidades de sus fortunas. Si fueran congruentes con su discurso, renunciarían a esos haberes para donarlos a los pobres y serían no sólo filántropos, sino admirables pobres, angélicos y evangélicos, pero como le dijo Pedro Páramo a Fulgor Serrano: “esa gente no existe”: ama a los pobres de dientes para afuera.

Al hablar de “igualdad” debemos precisar ciertas cosas incómodas. En su espléndido libro Sobre el cuerpo: Apuntes para una filosofía de la fragilidad (Paidós, Buenos Aires, 2010), André Comte-Sponville pone el dedo en la llaga y los puntos sobre las íes, con su indispensable incorrección política: “La democracia no implica que todos los hombres sean iguales, si se entiende por ello igualdad de capacidades, sino, simplemente, que la jerarquía que los distingue no es de orden político o jurídico. Hay genios e imbéciles, y todo tipo de grados intermedios entre ellos. Admiramos a unos y soportamos a los otros. Pero pretender que los genios gobiernen a los imbéciles, o los dominen, sería confundir la grandeza natural y la grandeza de elaboración (Pascal). El poder está del lado de la elaboración: por eso mismo se puede cambiar”. Y añade: “De modo que el elitismo no tiene nada que ver con la aristocracia. Admirar a los hombres o a las mujeres admirables, tomarlos como modelo, es elitismo. Y es una nimiedad. Pretender darles el poder (aristocratismo) es una estupidez. Pascal diría: ‘un ridículo’”.

Por último (¡bendita sea la inteligencia de Comte-Sponville!): “Todos los hombres son iguales en derechos: de ahí la democracia. Pero no son iguales en capacidades: de ahí el elitismo. Confundir ambos es, o bien demagogia (extensión de la igualdad democrática a los juicios de valor: todos los hombres son equivalentes), o bien aristocratismo (extensión del elitismo a los problemas políticos: ¡abajo los mediocres!, ¡todo el poder para los espíritus superiores!). Una y otro son igualmente ridículos, e igualmente peligrosos. El aristocratismo es al elitismo lo que la demagogia es a la democracia: su aplicación fuera de orden, su ridículo. Pero ¿cuál es el fundamento de que todos los hombres, aunque desiguales en capacidades sean iguales en derechos. La moral, o la historia, que viene a ser lo mismo”.

Escribo estas líneas deseando que la gente que lee, y que lee de veras, comprenda que leer un libro como éste, de Comte-Sponville, abre el pensamiento en lugar de clausurarlo, que es lo que hacen la demagogia y la ideología cheguevarista que tanto ofenden a la inteligencia, con excepción de la inteligencia de los que creen en esas cosas ridículas (como diría Pascal) que, por lo demás, nunca se da por ofendida porque tampoco se da por aludida.

¡No hagamos el ridículo! Así nos reconviene Comte-Sponville: hay que poner límites a lo político y a lo ideológico, y, para que no quede duda de que nos está reconviniendo, de que nos está amonestando, para que no seamos brutos, sin ánimo de ofender (como dijeran los clásicos hoy muertos, pero vivos), no hay que olvidar que “la categoría de los puñeteros y los imbéciles no es una clase social”. Decirlo más claramente parece imposible. Entenderán los que tienen, por vocación, entender, y no querrán entender nada los refractarios a la lógica que prefieren la ideología al entendimiento: al “Che” Guevara en lugar de a Blaise Pascal.

Pero justamente es esto lo maravilloso de vivir en una sociedad de iguales, pero distintos. La igualdad que nos distingue es leer lo que queramos y no leer lo que nos repugna, pues de estas dos premisas está construida la libertad ya no sólo de leer ni de pensar, sino la libertad plena. Si alguien se quiere perder los textos de la razón, para alimentarse de la ideología sin lógica, tiene el derecho en sus manos, y cada cual es libre, como lo afirma el gran liberal John Stuart Mill (1806-1873), en su tratado Sobre la libertad, de hacer con su vida (¡y hasta de deshacerla!) como le plazca.

El verdadero problema de la libertad comienza cuando alguien con poder, o desde el poder, pretende obligar a los demás a seguir una sola senda (¡no olvidemos la locura diabólica del andino Sendero Luminoso) ¡que es la suya! Y, en cuanto a la igualdad maravillosa de ser todos diferentes, Mill nos iluminó con esto desde 1859: “Los seres humanos no son como los carneros; y aun los carneros no son tan iguales que no se les pueda distinguir”. Cuando se hable de igualdad que quede claro que la igualdad que nos distingue es la libertad que tenemos de hacer con nuestras vidas lo que nos plazca (incluso embrutecernos), a condición de no obligar a los demás a que hagan con las suyas lo que nosotros hacemos con las nuestras.

Sobre la firma
Fabulaciones | Web

* Fue poeta y es ensayista, editor, divulgador y promotor de la lectura. Sus libros más recientes son Por una universidad lectora y otras lecturas sobre la lectura en la escuela (Laberinto, cuarta edición definitiva, 2021), Escribir y leer en la universidad (Anuies, 2019), La prodigiosa vida del libro en papel: Leer y escribir en la modernidad digital (Cal y Arena/UNAM, 2020), ¡No valga la redundancia!: Pleonasmos, redundancias, sinsentidos, anfibologías y ultracorrecciones que decimos y escribimos en español (Océano, 2021) y El vicio de leer: Contra el fanatismo moralista y en defensa del placer del conocimiento (Laberinto, 2021; segunda edición, 2022) y Más malas lenguas (Océano, 2023). En 2019 recibió el Reconocimiento Universitario de Fomento a la Lectura, de la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo.

Deja un comentario

Descubre más desde CAMPUS

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo

campus
newsletter

Recibe en tu correo electrónico la edición semanal de Campus todos los jueves. 

Bienvenido

Contenido exclusivo para suscriptores

CAMPUS

Ingresa a tu cuenta

Regístrate a Campus

Contenido exclusivo suscriptores

Modalidad en línea

  • Examen de Habilidades y Conocimientos Básicos

ESTAMOS PARA SERVIRTE

Mándanos un mensaje para atender cualquier apoyo que necesites sobre el sitio Campus, el suplemento semanal, nuestros productos y servicios.