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¿Ricos y famosos o buenos escritores?

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Si las ganancias significaran calidad literaria, Irving Wallace sería mejor escritor que Borges.

No hay inmoralidad en el hecho de que los escritores vivan holgadamente de la literatura y sean tan famosos como rockstars. Lo que hay es vanidad. Sin embargo, la “profesionalización” de las letras, en un sentido crematístico, es hasta cierto punto reciente: nació con los bestsellers o “superventas”, con autores que están a años luz de ser grandes escritores y en un mercado movido por la moda (incluso en temas “sociales”): más cerca de la farándula que de la calidad literaria. Por ello, no hay que olvidar una de las divisas del escritor húngaro Stephen Vizinczey (quien me honró con su amistad): “Es preciso decidir qué es más importante para uno: vivir bien o escribir bien. No has de atormentarte con ambiciones contradictorias”.

Augusto Monterroso escribió que hay que acabar con la mentira de que Balzac se hizo rico con La Comedia Humana, pues el gran escritor francés y universal, más que acumular dinero, mediante extenuantes jornadas de escritura, obtenía apenas para pagar sus deudas. No escribía por dinero, sino por vocación y movido por la digna ambición de legar al mundo una obra imperecedera. Esto fue lo vital para él; no amasar una fortuna. En 1831 escribió: “Vivo bajo el más duro de los despotismos: el que ejerce uno sobre sí mismo. Trabajo noche y día. […] ¡No hay descanso! Mi vida es un combate; tengo que disputar palmo a palmo el reconocimiento de mi talento, si es que tengo talento”. Nada dice de recompensa crematística. Su anhelo era lograr la obra gloriosa. A una amiga le escribió lo siguiente, en 1845: “No puedes figurarte lo que es La Comedia Humana. Es algo más grande, literariamente hablando, que la catedral de Bourges arquitecturalmente. Llevo con ella dieciséis años, y necesito ocho más para terminarla”. Próximo a morir (falleció en 1850), en 1849, escribió: “Yo formo parte de la oposición que se llama la vida”. Y de estos escritores ya no hay.

Hasta la primera mitad del siglo XX hubo escritores a quienes les importaba el gran legado literario, incluso si morían sin gloria. Con éxito o sin él, su mirada estaba puesta en la “inmortalidad”, no en el dinero. Con excepción de unos cuantos, cuyos paradigmas son Montaigne y el príncipe de Lampedusa, los más grandes autores no fueron ricos, y otros, como Kafka, el mayor escritor del siglo XX, murieron pobres y desconocidos. El gran Chéjov escribía a destajo para alimentar a su familia, y aun así lo más importante para él siempre fue la búsqueda de la perfección artística. Hoy, que alguien le agregue a la literatura el zapateado, el alarido y el performance, no hace mejor a la literatura, pero ello está de moda. La mejoraría si los más exigentes lectores (que no llenarían ni la Sala Manuel M. Ponce de Bellas Artes) zapatearan de gusto y pegaran alaridos porque han encontrado una obra ignorada tan genial como la de Emily Dickinson (que sólo publicó seis poemas en vida). Pero esto no ocurre ni ocurrirá jamás, porque la poesía de Dickinson es más que un milagro: es una epifanía.

A muchísimos escritores “profesionales” no les interesa cotizar en la Bolsa Mexicana de Valores Literarios; lo que les interesa es el dinero, no la literatura. Hay quienes sueñan, dormidos, sin esforzarse y sin el menor talento, con ser Kafka, pero ricos y famosos, no ignorados como él: algo así como querer, no sin un tufo racista, “bailar como negros, pero sin ser negros”. Y hay otra forma de vincular dinero abundante con obra ínfima, mediocre o poco patente: el “prestigio” (“la gente lee en el prestigio, no en los libros”, dice Gabriel Zaid) que, ya obtenido, sirve para recibir distinciones y prebendas, nombramientos en racimo, cuyas ganancias pueden llenar una bolsa grande de dinero por pertenecer a cuatro o a cinco asociaciones de “notables”, con sueldos más que notorios… sin que se note la literatura.

Y hay también quienes presumen de vivir de sus negocios y regalías al igual que, en el pasado, Irving Wallace (el primer rey del bestseller). Entre ellos, escritores dizque “de izquierda”, que disfrutan las mieles del capitalismo neoliberal y acumulan millones en cuentas y propiedades. Pobrecitos: lo han de hacer “a regañadientes”, porque lo que desean es vivir en una dictadura zurda, pero conservando, eso sí, los privilegios del neoliberalismo capitalista. (Lo que uno no entiende es por qué no se van a Cuba o a Venezuela o, mejor aún, a Corea del Norte.) En cuanto a dinero, nadie quiere ser Balzac o Kafka, pero sí en cuanto a talento (inalcanzable). Para ellos, la inmortalidad no está en el futuro, sino en el presente, con “éxitos” instantáneos, fama acelerada y buenas regalías, merced a lectores crédulos de la publicidad que los sacia con libros que anuncia como la Gran Revolución Literaria.

Literatura chatarra
Para lo que uno escribe y para lo que escriben los demás (en ningún caso, el Everest de Dickinson y Kafka), lo único que nos falta a algunos es la catapulta (auto)publirrelacionista, esa máquina lanzaelogios de los que saben venderse y colocar su mercancía hecha a la moda con los temas más vendibles, sobre todo si son de la ideología woke: los que van del realismo socialista al realismo capitalista, los libros de tesis antineoliberalistas. ¿Qué importan la vocación y el interés supremo de la obra personal irrevocable, ante las modas rentables? La mayor parte de la literatura de hoy, además de privilegiar la fama y el dinero, no es otra cosa que /i>fast book y fast food: alimento chatarra para lectores deformados por el mercantilismo de la industria del libro banal de entretenimiento. El objetivo es vender mucho, y en dos semanas, libros que ya no integran ni un catálogo ni un inventario, pues los remanentes se van a la trituradora para el reciclaje.

¡Qué tiempos aquellos los de la poderosa vocación literaria que no obedecía a ninguna industria, sino a la volición soberana del autor! Con exageración, pero también con algo de verdad, se dice que Kafka sólo vendió, en vida, un ejemplar de su obra. Tiene que ver con una anécdota que refiere su amigo Rudolf Fuchs: “Cuando apareció su primer libro, Betrachtung [Contemplación], editado por Wolff, me dijo: ‘Fueron entregados once ejemplares en casa de André [el vendedor]. Diez los compré yo mismo. Quisiera saber quién adquirió el undécimo’. Lo dijo sonriendo divertido. Nadie se enteraba de que escribía, y si lo que escribía era para él importante o no”.

Borges, devoto de Kafka, no es menos lapidario al respecto. En El escritor y su obra (1967), le refiere lo siguiente a George Charbonnier: “Historia universal de la infamia [1935] se vendió. Primero un ejemplar, después dos, después tres. En un año se habían vendido exactamente 37 ejemplares. Cuando me lo dijeron tuve una impresión de multitud: si se vende un libro de 10,000 ejemplares, es la abstracción —volvamos siempre a las circunstancias—, es como si no se hubiera vendido ningún ejemplar. Mientras que 37 personas podemos imaginárnoslas; 37 compradores son hombres o mujeres que viven en calles distintas, que tienen distinta cabeza… ¡quería conocerlos, agradecerles personalmente! Vender 5,000 ejemplares es tan enorme que casi es la nada. Así, pues, en un año se vendieron 37 ejemplares. Y yo me sentía muy contento. En ese tiempo un escritor no soñaba con vender sus libros. Todo libro era un poco secreto. Quizá esto fuera bueno para la literatura. Todo lo que iba a prostituirla al público, los bestsellers, todo eso vino después. En mi época no podíamos prostituirnos: no había quien comprara nuestra prostitución. ¡Y era mejor! Se escribía para un pequeño cenáculo, para algunos amigos y para uno mismo. Quizá fuera mejor para la literatura”. Por nuestra parte, quitémosle el “quizá”: sin duda, era mejor.

En sus insuperables Prosas apátridas (1975), Julio Ramón Ribeyro nos regaló esta sonriente ironía: “Quizá lo que pueda devolvernos el gusto por la lectura sería la destrucción de todo lo escrito y el hecho de partir inocente, alegremente de cero”. Quizá.

Juan Domingo Argüelles
Fabulaciones | Web |  + posts

Poeta y ensayista, lexicógrafo y editor, divulgador y promotor de la lectura. Sus últimos libros son <i>¡No valga la redundancia!: Pleonasmos, redundancias, sinsentidos, anfibologías y ultracorrecciones que decimos y escribimos en español</i> (Océano, 2021), <i>El vicio de leer: Contra el fanatismo moralista y en defensa del placer del conocimiento</i> (Laberinto, segunda edición, 2022), <i>Más malas lenguas</i> (Océano, 2023) y <i>Epitafios</i> (Laberinto Ediciones, 2024). En 2019 recibió el Reconocimiento Universitario de Fomento a la Lectura, de la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo; en 2024, el INAH y el Gobierno del Estado de Quintana Roo reconocieron su obra y trayectoria en el marco de la edición 35 de la Feria Internacional del Libro de Antropología e Historia, y en noviembre de 2025 el Gobierno del Estado de Chihuahua le concedió la Medalla Wikaráame al Mérito Literario en las Lenguas de América.

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