Ramón López Velarde : El regreso del hijo pródigo

En su centenario luctuoso, recordamos al creador que llevó la poesía mexicana hacia la modernidad

Ramón López Velarde (Jerez, 1888-Ciudad de México, 1921) representa, junto con José Juan Tablada, el paso más firme de la poesía mexicana hacia la modernidad, hacia ese mundo de nuevos usos y formas que dejaban atrás las retóricas voces del Modernismo. Su singular obra transita entre dos siglos, para emprender la ciclópea empresa de romper moldes entonces ya caducos, pero sin renunciar del todo a esa peculiar musicalidad que de la poesía francesa había introducido a nuestra lengua el genio de Rubén Darío. Esa ruptura definitiva la concluirían y llevarían hasta sus últimas consecuencias los Contemporáneos, sin dejar de reconocer las pautas del iluminado jerezano.

López Velarde fue un poeta nato, de honda e inaplazable vocación, como lo hace ver con asombro ya Jorge Cuesta en su Antología de la poesía mexicana moderna (1928). Incluso en su prosa “poética” póstuma (El minutero, por ejemplo) se advierte esa particularidad enigmática que oscila entre el erotismo descarnado y el pudor cristiano culposo, contrarios examinados con lucidez por Xavier Villaurrutia en su revelador ensayo El león y la virgen (1942). Y si bien ese igualmente dotado poeta de los Nocturnos insiste en que la relación Baudelaire-López Velarde responde en primera instancia a una conciencia autosuficiente y desvalida que se proyecta en una fascinación por la carne y por la muerte, de igual modo reconoce que en el caso del autor de “La suave patria” prevalece una irrenunciable culpabilidad cristiana que le confiere a su poesía un no menos curioso halo de auto reconocimiento, de manifiesta sorpresa.

El placer y la muerte, contrarios hechos unidad por Baudelaire y su poesía maldita, no llegaron como herencia directa a López Velarde, como comenta Octavio Paz en su no menos esplendente ensayo “El camino de la pasión” contenido en Cuadrivio (1965), sino que pasaron primero por Laforgue y Lugones, representando un constante despliegue de erotismo sutil, siempre vedado en sus excesos —los estrictamente baudelaireanos— por una beata castidad. Sus más fervientes lecturas, él mismo resulta ser actor principal de dicha dualidad, además de su confesor en primera persona, en medio de una gozosa tragedia que lo consume y a la vez redime: “[…] la dicha de amar es un galope/ del corazón sin brida, por el desfiladero/ de la muerte.”

Este amor de erotismo vedado conduce a la muerte, es su simulacro, diría George Bataille, y su unidad constituye el eje de su poética, en un ejercicio de desbordada creación que resulta ser espejo de la vida, revelación de sí mismo. Las imágenes lóbregas que brotan de la conjunción erótica nos recuerdan las más lúgubres del colombiano José Asunción Silva, poeta que tuvo una vida y una obra representadas en su personal hecatombe transida por el amor y el deseo incestuosos, y que en López Velarde se traduce en: “Mis besos te recorren de devotas hileras/ encima de un sacrílego manto de calaveras/ como sobre una erótica ficha de dominó.”

La pasión consume al poeta cuyo espíritu erótico nunca será ajeno a su persona; es desbordante, devora sus entrañas, y en él se resuelve su religiosidad. Como en Baudelaire, el erotismo se hace rezo, pero rezo penitente. El bardo zacatecano buscó el amor a lo largo de toda su ruta poética; durante esos dieciséis años se debatió entre la vocación y la entrega (lo finito del amor, constante en toda la poesía lírica española), y aunque no haya encontrado lo que precisamente pretendía, siempre estuvo preso de esa búsqueda incesante: el amor que se pospone para continuar siendo amor. Él mismo se llamó traidor, egoísta y necio, sin querer esto decir que el amor haya sido sólo pretexto; pasión y poesía nadan en un mismo cauce, donde se rozan sus esencias y se proyectan en un mismo plano: la vida. El oficio de escritura se antepuso a todo: buscar, en un imperioso afán, el entregarse como realidad poética pletórica de imágenes inéditas y relaciones sutiles: “Antes de que deserten mis hormigas, Amada,/ déjalas caminar camino de tu boca/ a que apuren los viáticos del sanguinario fruto/ que desde sarracenos oasis me provoca.”

Más que ser un poeta provinciano, que sí payo, la provincia representó para López Velarde el primer oasis de revelaciones, preámbulo a su vez de quien en la ciudad descubrió los no menos contradictorios encantos de una gran metrópoli; allí encaró al horror, al pecado, a la seductora tragedia de la consumación amorosa. Fuensanta, su musa municipal e imagen del recato, fue desplazada por la figura de una mujer toda llama, toda condena, y personaje central de su medular Zozobra (1919), su libro más personal; su Margarita (María Magdalena Nevares Cázares), como la de Goethe, le inspiró los poemas más intensos, para convertirse así en uno de los mayores númenes literarios de nuestra poesía.

El amor imposible, del que tanto ha escrito Gabriel Zaid, constituyó la piedra angular de una conciencia que se trascendió e hizo posible en la literatura, en el lenguaje como materia prima de nuevos universos: los propios de la creación poética, que en López Velarde se torna singular, pletórica de sorpresas que representan una constante génesis. En Zozobra se declara abiertamente la pugna entre el espíritu y la carne, antípodas de una misma realidad interior, que fragosoramente se debate entre la sensualidad árabe y el pudor cristiano. La agonía y el vacío llegan a hacer mella pero, a diferencia de Baudelaire, en su caso adquieren un peso categórico, es decir, trastocan una y otra vez al poeta: “Soy el Mendigo Cósmico y mi inopia es la suma/ de todos los voraces ayunos pordioseros […]”

Si en otros poetas este contraste no había rebasado el plano de lo retórico, en López Velarde se hace espejo fidedigno de su interioridad, de su espíritu en constante combate con dos realidades antagónicas (cenobita vs. Anacoreta, en palabras de Xavier Villaurrutia), las mismas que se fusionan en una mayor, la de un Ramón López Velarde que se nos entrega como ente desnudo, como una revelación de su propio ser. El poeta jerezano se enfrenta a su propio destino con un valor inconmensurable, en el que confluyen la esperanza y el pesimismo, y si en ocasiones grita el dolor de sentirse presa de un vacío, el que le deja la pérdida del ser amado, en otras explota en frenéticos placeres paradisíacos: Eros y Thanatos.

López Velarde retorna constantemente a su mundo provinciano, a aquel edén que perdió en el tiempo pero conserva en la memoria, a la cual acude para resucitar un pasado que se hace presente, como lo demuestra de igual manera Marcel Proust en En busca del tiempo perdido (¡qué título más revelador!); los dos reconstruyen ese sinfín de sensaciones del ayer y regresan airosos al umbral, al seno materno, al origen de la vida. En Proust ese retorno es toda alegría —el pasado no ha perdido su esencia—, mientras que en López Velarde hay temor, miedo porque al volver del “hijo pródigo” a su origen no encuentre más que destrucción, un cementerio de cenizas: “Mejor será no volver al pueblo,/ al edén subvertido que se calla/ en la mutilación de la metralla”.

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Escritor, periodista, editor | Web

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