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Mario Vargas Llosa (1936-2025): adiós y un recuerdo

Un encuentro inesperado con el escritor ayudó a descubrir la verdadera naturaleza de la libertad de expresión

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Cuando el autor de este artículo era un joven reportero en El Día se sorprendió por el respeto y amabilidad del escritor, quien accedió a concederle una entrevista.

El domingo 13 de abril, a los 89 años, murió Mario Vargas Llosa (1936-2025), uno de los más grandes escritores universales. Peruano y español. Su obra perdurará. Sus grandes novelas y sus extraordinarios ensayos, además de sus memorias y algunos cuentos tienen una vida propia, más allá de la desaparición física de quien supo que su vocación era la literatura y la responsabilidad con el idioma y la verdad: “la verdad de las mentiras” (como la definió) que parte de la realidad y se imbrica con la imaginación para entregarnos lo más concentrado de la certeza en este mundo tan lleno de mendacidad y estupidez.

Acerca de sus inicios literarios escribió en su Historia secreta de una novela (Tusquets, 1971): “Mis sentimientos eran encontrados. Ahora lo entiendo mejor, pero hace algunos años me avergonzaba confesarlo. De un lado, toda esa barbarie me enfurecía: hacía patente el atraso, la injusticia y la incultura de mi país. De otro, me fascinaba: qué formidable material para contar. Por ese tiempo empecé a descubrir esta áspera verdad: la materia prima de la literatura no es la felicidad sino la infelicidad humana, y los escritores, como los buitres, se alimentan preferentemente de carroña”.

Así, en Madrid (“mientras leía con cierto desgano los cursillos del doctorado en la Facultad de Letras”), a los 22 años, Jorge Mario Pedro Vargas Llosa, arequipeño, hijo único de Ernesto y Dora, llegó a la siguiente conclusión: “Ni abogado ni periodista ni maestro: lo único que me importaba era escribir y tenía la certidumbre de que si intentaba dedicarme a otra cosa sería siempre un infeliz. Que nadie deduzca de esto que la literatura garantiza la felicidad: trato de decir que quien renuncia a su vocación por ‘razones prácticas’, comete la más impráctica idiotez. Además de la ración normal de desdicha que le corresponda en la vida como ser humano, tendrá la suplementaria de la mala conciencia y la duda”.

Por su brillante y fecunda obra mereció (y éste es el verbo más adecuado) el Premio Nobel de Literatura en 2010, pocas veces mejor concedido. En 1990, quiso ser pragmático y abandonar la literatura para buscar la presidencia de su país, tan maltrecho por el terrorismo maoísta, el populismo y la barbarie. “Hubiera sido un gran presidente”, me dijo un día Gabriel Zaid, pero los peruanos optaron por un delincuente más, entre los muchos que ha padecido el Perú: Alberto Fujimori, fallecido el año pasado. Perdió Perú a un buen presidente, pero los lectores no perdimos al escritor que una década antes de esa aventura había escrito: “la literatura, a fin de cuentas, importa más que la política, a la que todo escritor debería acercarse sólo para cerrarle el paso, recordarle su lugar y contrarrestar sus estropicios”.

Hoy hasta los políticos, por ser políticos precisamente, lamentan la muerte del gran escritor “más allá de las diferencias políticas”. No lo han leído; ni siquiera el pórtico de sus Memorias: El pez en el agua (1993), que se abre con un epígrafe de Max Weber (Politik als Beruf, 1919) “También los cristianos primitivos sabían muy exactamente que el mundo está regido por los demonios y que quien se mete en política, es decir, quien accede a utilizar como medios el poder y la violencia, ha sellado un pacto con el diablo, de tal modo que ya no es cierto que en su actividad lo bueno sólo produzca el bien y lo malo el mal, sino que frecuentemente sucede lo contrario. Quien no ve esto es un niño, políticamente hablando”.

Un encuentro
Con esta certeza en mente, paso a referir una anécdota que le da la plena razón a Weber y a Vargas Llosa. Cuando éste publicó La guerra del fin del mundo, en octubre de 1981, tuve oportunidad de leerla en pruebas, en galeras, gracias a un buen amigo que trabajaba en el área de difusión y prensa de la editorial española Seix Barral acá en México. Me comentó, luego, que el escritor estaría en México por muy poco tiempo. Le pedí que me permitiera entrevistarlo. No prometió nada, pero dos días después me llamó y me dijo que el escritor me daría no más de quince minutos antes de entrar a su visita en el Museo Rufino Tamayo. Tenía yo 22 años, y él, 45, y ya era el gran escritor, el maravilloso creador de las obras maestras La ciudad y los perros, La casa verde y Conversación en La Catedral, además de Pantaleón y las visitadoras, La tía Julia y el escribidor, Los cachorros, Los jefes, y su gran ensayo sobre Madame Bovary, La orgía perpetua.

Era sábado Distrito Federal en Chapultepec. Nos sentamos en una de las bancas de concreto que están en frente del museo, y yo, el imberbe, el atrevido y el ingenuo, comencé a preguntarle de todo y no sólo sobre su nueva novela. Mucho después caí en la cuenta de que nadie se acercó a interrumpirnos para pedirle un autógrafo al gran escritor. (En un país de analfabetos funcionales, ni siquiera sabían que aquel hombre tan elegante y apuesto era Mario Vargas Llosa.) Me conmovió su respeto y amabilidad, su cortesía para responder a todo lo que le preguntaba ese joven reportero que trabajaba en un diario priista, castrista y cheguevarista llamado El Día. Los quince minutos se convirtieron en media hora y grabé y grabé y fue uno de mis días más felices como periodista y como lector. Al día siguiente, domingo, llegué alborozado al diario con la primera parte de mi entrevista, tan larga como para que le dieran una página completa (y sólo era la primera de tres). Yo fui feliz y creí que deberían estar felices los infelices de El Día por una exclusiva tan importante. El martes se publicó la segunda parte (otra página completa) y el miércoles la última (una página más de las grandotas, las del formato sábana). Ese miércoles, contrariada, nerviosa, entró al cubículo de Cultura Carmen Galindo, quien había sido mi elocuente profesora de chismografía literaria en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM (nos enseñó todo sobre la vida pública y privada del “Gabo”, como le decía con familiaridad) y nos anunció, a mi jefe inmediato, Sergio Cardona, y a mí, que la directora general, Socorro Díaz, exigía vernos en su despacho.

Frente a su amplio escritorio, en calidad de acusado, yo en el centro. A la izquierda (siempre a la izquierda), Carmen Galindo; a la derecha, don Sergio. Veinte minutos habrá durado la diatriba. Socorro Díaz, ensañada: que cómo era posible que le hubiéramos dado tanto espacio, tanta importancia, tanta notoriedad a ese escritor de derecha, enemigo del pueblo cubano, y un montón de cosas más contra el escritor y contra la torpeza del reportero admirador del escritor. Habiéndonos despachado, ya de pie, antes de poner el trasero donde antes teníamos la cara, remató con esta frase para el bronce: “Nuestro periódico tiene una línea editorial muy clara: ¡nada con la derecha! Si hasta el New York Times tiene muy clara su línea y admite que censura lo que considera impublicable, ¿nosotros por qué no habríamos de tenerla?”. ¡El New York Times en paralelo con El Día! Hasta me sentí importante. Ja, ja.

Fue así como, desde muy joven, conocí la cara del autoritarismo ideológico en el periodismo, pero eso también me enseñó mi lugar en el oficio y en la vida: el de la verdad y la libertad de expresión y de prensa, que no admite ni la mentira ni la hipocresía ni la ideología como formas de conducta. Me “castigaron” pasándome a la fuente de información general. ¡Maravilloso castigo, porque reforzó mi vocación! El Día fue mi universidad periodística y la conciencia de dignidad en parte también se la debo a Vargas Llosa cuyo legado literario vivirá más que cualquier ideología. “Toda la historia de la vida de un hombre está en su actitud”, escribió Julio Torri. La actitud de los castristas, adoradores de la dictadura policíaca cubana, define su historia. La de Vargas Llosa está en sus antípodas. ¡Aleluya!

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