La mercantilización de la educación superior: tentacular e… ¿imparable?

El auge del comercio digital empuja a mirar hacia las instituciones e intermediarios que lucran con este nivel de enseñanza y revisar con cuidado sus procesos y estrategias

Algunos requerimientos técnicos son pura estrategia de negocios.

Cuando, en 2000, la Organización Mundial del Comercio (OMC) incluyó la prestación comercial de enseñanza superior por proveedores transnacionales, entre los servicios provistos con fines de lucro, su decisión fue objeto de discusiones encendidas.

Esas dieron pie a la organización de coaliciones de defensa de la educación como bien público y al surgimiento de nuevas líneas de investigación. Para finales de la primera década del siglo XXI, en México y en América Latina, los especialistas habían identificado los corporativos que promovían activamente una mercantilización transnacional de los servicios educativos. Habían dilucidado sus mecanismos de organización, condiciones legales de suministro de servicios, estrategias de mercadeo, beneficios, desventajas y confiabilidad. Dejaron, no obstante, de actualizar sus diagnósticos debido a la labilidad de los universos, a las dificultades para rastrear oportunamente las inversiones y al limitado interés de los estudiantes para estudiar en los branch campus, la forma más llamativa en aquel entonces de las 4 que sostenían el comercio educativo.

Actualmente, sin embargo, el auge del comercio digital empuja a reconsiderar esos asuntos. En educación superior, el número de estudiantes inscritos en modalidades a distancia se ha incrementado, durante la pandemia. Conforme con una virtualización creciente en el acceso a los grados, ni el proveedor ni el estudiante se mueven, pero, sí, lo hacen los programas de estudio y los títulos. En consecuencia, entre 2020 y 2022, los organismos responsables de producir las cifras nacionales sobre movilidad internacional incluyeron en sus conteos a estudiantes que, inmovilizados por la pandemia en sus lugares de residencia, se habían inscrito en instituciones asentadas fuera de su país, pero sin movilidad internacional.

Si bien la explosión de ese tipo de suministro es la parte más novedosa y visible del iceberg de la mercantilización, no es la única transformación a la que se debe prestar atención para pensar las metamorfosis de la mercantilización. Varios años ha, que instituciones e investigadores interiorizaron la convicción que les toca pagar servicios auxiliares, para cumplir con las ocurrencias de planificadores y supervisores administrativos. Sin embargo, la tendencia se aceleró a pasos agigantados recientemente.

Para satisfacer esa demanda de servicios auxiliares, un número indeterminado, pero ingente, de personas y de empresas intervienen en los establecimientos de educación superior o acompañan a los académicos. Los primeros suelen contratar a especialistas para candidatear a programas de financiación o a rankings, a despachos para auditar el ejercicio del gasto y a expertos para impartir capacitaciones y trazar orientaciones para el desarrollo institucional. Los segundos recurren a correctores de estilo para satisfacer las exigencias editoriales en inglés de las revistas con altos índices de impacto y sufragan los gastos requeridos por algunas de ellas por revisión o publicación. Mediante contadores, rinden cuentas del uso de fondos externos y encargan a bibliotecólogos buscar sus citas o llenar plataformas. Pagan, además, cuotas a asociaciones disciplinarias y derechos de inscripción a congresos internacionales, generalmente caros, masivos y no siempre fructuosos en términos de discusión disciplinaria.

Reúnen así pruebas de su prestigio, indispensables para alcanzar una posición de notoriedad. Los costos de esos intentos, significativos, están, en el mejor de los casos, absorbidos por sus organismos profesionales, pero eso no ocurre frecuentemente. Esa inequidad en los apoyos canalizados para cumplir con los parámetros externos impuestos a la profesión académica agrava la segmentación del ejercicio profesional. Ubica a los sujetos en situaciones de desigualdad y alimenta su dispersión como colectivo. Implica el empoderamiento de proveedores periféricos, cuyo rol ha devenido, no obstante, determinante para instituciones e individuos. La imposibilidad de recurrir a sus servicios, en condiciones de calidad garantizada, funciona incluso un factor de discriminación laboral.

La aparición y la multiplicación de intermediarios con fines de lucro, en distintas dimensiones del que hacer académico y en la enseñanza (principalmente en la capacitación) no son triviales. Obligan a reflexionar sobre las múltiples epifanías de neocolonialismo (el imperialismo del inglés, como el nuevo latín y por sobre cualquier otro idioma, el predominio de la indexación como prueba de calidad) y sus incidencias en la estandarización de la productividad intelectual.
No sólo abonan a una estratificación espacial de la ciencia. Afectan la estabilidad del sistema de educación superior o de sus instituciones y las interacciones entre sus actores. A la par, revelan la inconsistencia de afirmaciones aceptadas sin reparos por parte de los universitarios respecto por ejemplo de la relevancia de las citas y revistas, como indicadores objetivados e incuestionables de calidad científica.

Algunas exigencias impuestas son fundamentales para el devenir de la producción académica, otras son un ejercicio discrecional de autoridad, que alcanza lo absurdo (incluso lo ridículo). De verdad ¿son esenciales para el avance del conocimiento científico que todas las bibliografías se alineen sobre la última versión de cualquier formato preestablecido, que se usen una plataforma y un programa informático de gestión de referencias que cambian recurrentemente su tipografía? ¿esos requerimientos (desbocados y, hasta ahora, ajenos a las funciones reglamentarias de un investigador) son estrategias de calidad o de negocios? Permítanme dudar de ello. Argumenten, en vez de machacarlo, que los contenidos de los artículos y de las tesis mejoran, cuando se alinean sobre esos requisitos formales. Mantengo la convicción que la ciencia se justifica en su significado, cognitivo y social, no en la producción de textos alineados sobre formalismos inocuos, pero me siento al decirlo como el “último de los mohicanos”.

Por lo pronto, todos estamos tan resignados a esas preconizaciones que casi no chistamos ante sus excesos y la latente prohibición de pensar y producir de manera original. Aunque, recientemente, arreciaron las denuncias sobre las ganancias de las empresas que dominan tanto esos nuevos nichos de mercado como los más convencionales, las alertas cayeron pertinazmente en oídos sordos. Tomarlas en cuenta pondría en jaque los procedimientos de monitoreo por métricas y medidas, afectando la comodidad de quienes gobiernan las instituciones de educación superior y supervisan, con o sin razón, a docentes e investigadores, cada vez menos autónomos y “libres” en su quehacer .

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