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La Orquesta Sinfónica de Minería: Kodály, Dvorák, Brahms-Schönberg

En el segundo programa de su actual temporada se confirma la calidad y la innovación que tiene el grupo de músicos bajo la batuta de Carlos Miguel Prieto

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Fue una presentación magnífica para el recuerdo.

La gestión de Carlos Miguel Prieto al frente de la Orquesta Sinfónica de Minería se ha caracterizado no sólo por mantener la excelencia en todas las secciones de una agrupación que desde sus orígenes apostó por reunir a los mejores atrilistas de nuestras instituciones musicales, sino además por confeccionar programas atrevidos y novedosos. En su sede habitual, la Sala Nezahualcóyotl, dentro del Centro Cultural Universitario de la UNAM, esta fue la tónica del segundo programa de su actual temporada, con obras del húngaro Zoltán Kodály (1882-1967), el bohemio Antonín Dvoøák (1841-1904), el alemán Johannes Brahms (1833-1897) y el austriaco Arnold Schönberg (1874-1951).

El concierto abrió con la colorida Suite en cinco partes que el propio Kodály escribió a partir de su ópera Háry János —personaje popular del folclore húngaro, un veterano de la guerra que se convierte en un contador de historias—, una de sus partituras más conocidas, donde se refleja muy bien la capacidad del compositor para incorporar elementos folclóricos en un lenguaje musical contemporáneo. Reconocido etnomusicólogo, se sabe que con su entrañable colega y amigo Béla Bartók, antes del exilio de este, recorrían los pueblos rescatando melodías y sonidos tradicionales que registraban e iban integrando a su propio quehacer creativo. Hermosa partitura cargada de contrastes, quizá sea el Intermezzo su pasaje más bello y representativo, donde el empleo del címbalo húngaro —interpretado para la ocasión por la talentosa Petra Berény— le imprime un colorido especial. La orquesta y su sapiente conductor consiguieron dibujar aquí una experiencia sonora rica y envolvente, en armonía con el espíritu vivaz de la obra.

Esa primera mitad cerró con el Concierto para violonchelo y orquesta en si menor, Opus 104, de Dvořák. Uno de los estelares para dicho instrumento y en el repertorio de prácticamente todos los solistas, fue compuesto por un gran músico y director de orquesta ya maduro y consagrado, entre 1894 y 1895, tras su retorno después de un exitoso período en Estados Unidos. También con indudables efluvios de melodías y sonidos de su natal bohemia, como casi toda la obra de este notable e inspirado compositor checo, en esta ocasión lo interpretó el extraordinario violonchelista vasco Asier Polo. De impecable técnica y con un hermoso sonido, desde el Allegro resaltó ese vigoroso diálogo entre el solista y la orquesta que es distintivo de la partitura, en una condensada línea melódica donde el lirismo del violonchelo se entrelaza con los intensos colores orquestales. De regreso a México y con la OSM, quizá haya sido el poético e introspectivo Adagio donde Polo acabó de cautivar al auditorio, donde la bella y profunda claridad de su sonido alcanzó el paroxismo. El Allegro final permitió el lucimiento de una orquesta que vibra en todas sus secciones. Una partita de Bach y «El cisne» del Carnaval de los animales de Saint-Saëns (acompañado por Edith Ruiz, la pianista de la orquesta) fueron los encores que acabaron de cerrar con broche de oro la visita de este notable violonchelista español.

Toda la segunda mitad la llenó la maravillosa orquestación que Arnold Schönberg hizo, a petición del célebre director alemán Otto Klemperer, del Cuarteto No. 1 para piano y cuerdas en sol menor, Opus 25, de Johannes Brahms. Obra en sí misma fundamental en el repertorio de la música de cámara, Brahms lo compuso en 1861, y como otras partituras de su variado y condensado catálogo, se destaca por su profundidad emocional, su complejidad armónica y su rica estructura. Obra maestra del contrapuntismo brahmsiano, se identifica por su íntima interacción entre el piano y las cuerdas, en beneficio de una singularidad sonora y una intensa expresividad que lo hacen único.

Un auténtico homenaje por la manera en que Schönberg logra mantener el espíritu de la música de Brahms, a tal grado que bien podría ser una especie de Quinta Sinfonía que él nunca escribió, Schönberg afirmaba que lo que lo había orillado a aceptar inmediatamente la propuesta, es porque no entendía por qué los más de los pianistas tienden a opacar las cuerdas, a silenciarlas, cuando el original sugiere un desarrollo armónico entre ambos. Pero también es cierto que el formidable trabajo de orquestación le ofrece una nueva perspectiva a la obra maestra de Brahms, y entre líneas, soterrado, igual escuchamos el espíritu renovador del creador del dodecafonismo, de un compositor indispensable del siglo XX y figura central de la Segunda Escuela de Viena y el expresionismo musical.

Schönberg se adentra en el mundo de Brahms con una sensibilidad y un conocimiento de causa que permiten rescatar la esencia de su fuente primaria, sin tampoco renunciar a su propio estilo orquestal, reinterpretando las voces de las cuerdas y el piano. Su adaptación transforma la textura original, que era más austera y centrada en la intimidad de la música de cámara, en una sonoridad más rica y expansiva, típica de la orquesta, en un no menos magistral entrecruce de elementos ajenos hechos propios, y de los propios trasplantados al universo ajeno. No deja de ser Brahms, pero en otro contexto, a través de una relectura sabia y a la vez generosa de un músico modélico, aunque Schönberg en muchos sentidos y en muchos de sus momentos se haya identificado más con el grupo contrario a los conceptos y propósitos brahmsianos. De frente, ese otro de igual modo gran orquestador, ¡o si no escuchemos —para muestra, un botón— su portentoso Gurrelieder de más de cuatro lustros atrás que hace unos pocos años oímos con esta misma orquesta!

Carlos Miguel Prieto se preocupó de subrayar cómo Schönberg se planteó expandir la paleta sonora del original sin traicionarlo, realzando las propias cualidades melódicas y armónicas ya presentes en su fuente primaria, conforme consigue introducir una complejidad adicional que refleja sus propios principios innovadores. En esta muy destacada versión que ahora tuvimos la oportunidad de escuchar, de disfrutar, de esta auténtica doble gran obra maestra, pudimos apreciar con claridad esas nuevas dinámicas y texturas, en una de esas relecturas donde es claro reconocer a la vez el respeto por la tradición y el deseo de innovar. La inclusión final, como encore, de una de las danzas más populares de Brahms, la número 5, orquestada por Albert Parlow (el propio autor solo orquestó las 1, 3 y 10, y su entrañable colega Dvoøák, otras más), cerró este magnífico concierto para el recuerdo.

Mario Saavedra
Escritor, periodista, editor | Web |  + posts

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