Los bloqueos, incendios y asesinatos ocurridos la semana pasada en Jalisco, Chihuahua, Guanajuato, Baja California y Michoacán confirman a golpes de fuego y sangre una ruta de violencia criminal que vuelve a colocar en el centro de la atención pública un par de temas críticos. Por un lado, la capacidad de la autoridad del Estado para combatir la inseguridad. Por el otro, el poder de los grupos organizados para utilizar la violencia como instrumento de control de sus intereses y territorios. Ambos temas no son fáciles de comprender y resolver, aunque la narrativa oficial y la de algunos analistas las interpreten como pleitos entre narcos y pandillas, como reacciones a las acciones gubernamentales de captura o decomiso de drogas y armas a esas bandas, o como efectos de la corrupción de autoridades federales o locales pasadas o presentes.
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