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In memoriam: Antonio Suárez y el placer inefable de mirar y recrear

Con sus estudios de pintura en La Esmeralda en 1962 comenzó una trayectoria llena de diversos matices y tonalidades

Artista de producción abundante, siempre mantuvo uuna actitud sencilla y modesta.

a Leszek Zawadka, su compañero de vida

Conocí al extraordinario artista plástico michoacano Antonio Suárez (Mil Cumbres, 1943-Ciudad de México, 2024) a mediados de la década de los ochenta, y desde un principio me conmovieron su vivacidad y su generosidad sin límites, su trato siempre amable y su buen sentido del humor. Hombre culto y sensible, con talentos varios, su muerte me ha sorprendido y dolido hondamente.

Toño Suárez inició sus estudios de pintura en La Esmeralda en 1962, y los complementó durante una larga estancia en Europa. Creador que admiraba por su talento y su oficio, por su ejemplar vocación, por su evidente maestría en el manejo de los más diversos materiales y técnicas, su obra se ha expuesto en México, Estados Unidos y varios países del viejo continente. Contrariamente a otros artistas endiosados y distantes por la fama, ególatras, él era sencillo y modesto de más, y su obra honesta y pródiga, como su persona, merecerá ser revalorada con el tiempo.

De producción abundante y con innumerables exposiciones colectivas e individuales dentro y fuera de México, su multicolor y seductora expresión plástica construyó una poética que se define esencialmente por sus desbordados afluentes mágicos y oníricos, a través de un estilo que la crítica Bertha Taracena ha ubicado (El realismo fantástico de Antonio Suárez, 1991) dentro de la escuela europea documentada por André Breton, si bien yo siempre lo he sentido más cercano, por cauce natural, al llamado “realismo maravilloso” que el cubano y universal Alejo Carpentier reconoció como solo acorde al cruce irrepetible de nuestra realidad y nuestro imaginario latinoamericanos.

Importantes exposiciones suyas como “Delicias caribeñas” han constatado varios de los atributos que mejor identifican la poética de este valioso artista de mil batallas, quien como pocos logra dialogar ––en una de las tantas vertientes que pueblan sus inagotables creatividad e inventiva–– con esa fuente ilimitada de temas y cauces de expresión que suelen fluir a borbotones de la propia naturaleza. Afluente y cúmulo infinito de la creación que en ella se expresa sin tregua, este dotado hacedor de universos y mundos alternos encontró aquí terreno fértil para que su irrefrenable imaginación y su natural veta poética reconocieran un hábitat original de resonancia, a través de técnicas como el óleo y la acuarela en las cuales fue maestro y gran exponente. En su multiplicada y multitonal obra se refleja un universo igualmente inagotable de revelaciones, frente a los ojos atónitos de un gran artista que sueña despierto y cuyos sentidos atentos son una amplia ventana que generosamente se abre a la conquista de un espectador sensible y conmovido por la mano milagrosa de una especie de mago/alquimista/prestidigitador. El notable y no menos generoso polígrafo veracruzano Rafael Solana, quien mucho también lo apreciaba y admiraba, vinculaba su obra pletórica de color y de luz con el universo lírico del tabasqueño Carlos Pellicer: “Mis ojos son la ventana/ y el universo está dentro de mí”.

Siempre he visto en la obra de Toño Suárez el cauce de otro reinventor absoluto de un universo que en sus diestras manos recobra su nitidez y su fuerza primigenias, porque el artista es dios que vuelve al orden ––es decir, al equilibrio–– cuanto se ha tornado en caos. Dentro de una por fortuna rica tradición plástica que vuelve a la forma y el color originarios cuanto se ha diluido tras los sentidos atrofiados de una humanidad cada día más ciega al canto de las sirenas ––parafraseando al propio Homero––, el microcosmos de este gran artista nos permite reencontrarnos con una naturaleza que pareciera haberse desdibujado bajo el peso avasallante de la monótona cotidianidad, bajo el ensordecedor atropello de un mundanal ruido ensimismado en su más anodina ambición.

Pero el verdadero artista redimensiona ese mundo del que se nutren su sensibilidad a flor de piel y su genio expresivo, en la medida en que sus propios subrayados o apuntes personales, que son al fin de cuenta lo que identifican su personalidad y su lenguaje estético, se erigen como esa sustancia capital del arte que nos impulsa a volver a ponerle atención y a dialogar de cerca con cuanto es verdaderamente trascendental, en comunión otra vez con lo esencial del ser, de la naturaleza, de la vida, de la propia existencia. El arte de verdad, resumiendo a Nietzsche, nos reconcilia con aquello que de verdad importa, permanece e inquieta, incomoda y fascina.

Pero al hablar de Toño Suárez también nos impone hacerlo del no menos dotado e impecable gran artista de los trazos primarios, es decir, de quien en otras celebradas muestras suyas se destaca además su excelsa mano de dibujante, en un difícil arte en el cual no todos los creadores plásticos han conseguido moverse con similar fortuna. Conforme en su largo y ejemplar periplo mostró manifestarse con sobrada solvencia en muy diversas artes y técnicas, en una apertura de registros que hace de su obra un compendio inacabado de sorpresas y revelaciones (inclusive en las artes escénicas donde su talento se desarrolló con similar generosidad, y en la música, otra de sus grandes pasiones), se trata también aquí de un gran maestro en esta especialidad en la que debiera formarse de base todo artista plástico que se precie de ello.

Donde el trazo y el color vuelven a hacerse patentes casi como un milagro: el del arte que nombra cuanto existe y con ello le da un sentido superior al que tiene (el verdadero sentido potencializador de la creación del que hablaba Gauguin), Toño Suárez nos lleva entonces por otra vía más intimista pero no menos expresiva a reconocer aquellos instantes maravillosos de la naturaleza que sólo el artista de verdad logra mantener para la eternidad de nuestros sentidos asombrados. Como destino, la mirada atónita de quien todavía se da la oportunidad de conmoverse, de asombrarse sin restricciones (el espectador que se permite otra vez ser niño, porque en ese estado de insólita fragilidad puede descubrir lo insospechado–), con el arte en su máxima expresión.

Ya sea en el óleo o en la acuarela o en el lápiz, Toño Suárez nos sorprende siempre con diversidad de matices y de tonalidades, por emociones distintas que suscita a flor de piel, por su manera tan personal de abordar las magias múltiples de nuestro rico y contrastante patrimonio tanto natural como cultural. Recuerdo todavía con entusiasmo su también celebrada exposición “Suárez a lápiz”, donde sobresalía el igualmente valioso y sugestivo retratista, el gran colorista que en su no menos extensa paleta del lápiz nos evidencia que sólo en el terreno del arte no hay fronteras ni imposibles.

Naturalezas muertas, paisajes, rostros, fachadas, seres mágicos, entre otros temas que pueblan su obra multitonal, hacen del universo suareano un gozoso e inagotable compendio donde los sentidos, la imaginación y el oficio de este sobresaliente artista plástico nos constatan que no hay técnicas ni materiales de primero o segundo orden, sino artistas extensos o limitados, profundos o superficiales, trascendentes o pasajeros. Su valioso aporte a la plástica mexicana, en este sentido, tendrá que ir ganando con el tiempo un justo reconocimiento que la propia sencillez del artista contribuyó a mantener más bien al margen de la parafernalia mediática, de aquella crítica sólo atenta ya sea al cauce marchantista o a la mera reproducción de juicios gastados y lugares comunes

Después de haberlo pintado casi todo (recuerdo una no por inquietante menos conmovedoramente hermosa colección y exposición suya en torno a los pecados capitales y las miserias del mundo), la espléndida obra de Antonio Suárez constituye un espacio de auténtico remanso en medio de un universo plástico cada vez más proclive a la pompa y la improvisación, al desplante egocéntrico y la artimaña engañosa.

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