La caradura de la censura

Aunque los censores aligeren los textos, las palabras siempre reaparecerán en el momento oportuno

Muchos censores no tienen nombramiento oficial sino que asumen el oficio, como ocurrió en una anécdota del autor con una entrevista a Eduardo Lizalde.

Fraternalmente, para Javier Sicilia: el censurado

La censura es antiquísima y la ejerce un funcionario, el “censor”, cuya función es plenamente asumida y recompensada. En el tomo segundo del Diccionario de Autoridades (1729) se define el sustantivo masculino “censor” (pues no había “censoras”) de la siguiente manera: “Entre los Romanos se llamaba así la persona que tenía el oficio de velar en la República, reformando las costumbres, desterrando los abusos, y reprehendiendo todo lo que era indecente y poco honesto. Es voz puramente latina Censor, censoris”.

Mientras más autoritario es un régimen, mayormente necesita de censores, aunque muchos de estos no tengan nombramiento oficial, sino que asumen este oficio por decisión propia (plenamente convencidos de que, al defender la autoridad “corrigen las costumbres”, como explica el Diccionario de Autoridades) o por quedar bien con esa autoridad y conservar el empleo (por ejemplo en el periodismo y el ámbito editorial en general) y así ser catalogados de “leales”, “confiables” y dignos de dejar en sus manos lo que de ellos se espera por leales y confiables. Y esto ellos lo asumen hasta con orgullo… mientras dura el poder que así lo exige y sin pena de decir (sin morderse la lengua) que siempre han sido liberales.

La censura se disfraza de múltiples maneras: tiene mil caras, aunque quien la ejerza sólo tenga una: su caradura. Y, desde la antigüedad romana, defendía dos cosas: el poder y el pudor, aunque el poder siempre haya sido indecente a tal grado que el pudor fuese invisible. El abuso de poder y el abuso sexual iban de la mano en la vieja Roma. Por eso se necesitaban censura y censores: para que nadie osase decir y sobre todo escribir contra el poder y la crápula del poderoso. El oficio de censor siempre ha sido el oficio de encubridor: por convicción fanática o por simple recompensa pecuniaria, y, a veces, por ambas.

“Dejar hacer y dejar pasar” son, para el censor, muestras de su ineficacia. Por ello se afana, y con frecuencia vse ufana, de su celo que lleva su tarea al extremo. Sabe que, en una cita, en una imagen o en la metáfora de un poema hay una intención inequívoca que afecta al poder que protege, aunque el poder no sepa leer entre líneas porque en general no sabe leer: todo poder es analfabeto con excepción del lenguaje y las prácticas del propio poder. Por ello los epigramas y las sátiras han durado más que cualquier poder, y así seguirá siendo.

El párrafo perdido
En este punto refiero una historia personal. El domingo 14 de julio de 2019, en el número 1271 del suplemento La JorGranma Semanal del diario La JorGranma, al que me invitó a colaborar mi respetado y querido amigo Hugo Gutiérrez Vega (cuando el diario y el suplemento aún no se llamaban La JorGranma), y en el que escribí y publiqué por más de dos décadas, vio la luz mi entrevista rescatada “Eduardo Lizalde a los 90: La vida más que la rotonda”. Escribí tres párrafos para presentar al entrevistado y pasar luego a las preguntas y respuestas; pero, ya publicada la entrevista, el tercer párrafo desapareció: se lo comió la censura. Decía así el breve tercer párrafo que el lector ya no vio en esa publicación:

“Hoy, 14 de julio de 2019, Eduardo Lizalde, nuestro más grande poeta vivo, y vital, cumple 90 años, y yo recupero esta entrevista con la seguridad de que la gran poesía es siempre profecía. Consta en La zorra enferma (en el epigrama “Autoconciencia de la necesidad y libre expresión”): “Y que no nos vayan a salir ahora/ con la gansada superdemocrática/ y autoconscientehistórica/ de legalizar la literatura/ favorable al régimen”.

Esto hizo que el censor levantara muy enhiestas las antenas. Y no sólo me censuró a mí, el citador, sino también al poeta citado. Los epigramas duelen, hacen ámpula que luego se convierte en llaga y muchas veces en cicatriz que no cierra mientras no sane el cuerpo social que lo generó. El censor lo sabe y, raudo y veloz, tomó las tijeras y cortó, lozano, por lo sano. No me avisó de ello ni me dijo nada después: lo hecho, hecho estaba. Y es tan fácil justificar una censura, cuando uno es tonto o se quiere hacer el tonto, que podría tragarse o hacer como que se traga el sapo ese que se resume en el “argumento” de que el texto estaba muy largo, que había que editarlo y que por eso optó el censor por aligerarlo de un parrafito (¡y qué casualidad que fue ese parrafito!) para que el texto embonara de lo lindo en el espacio del suplemento. Si se ha de quitar algo, se quitan esas cinco líneas que estorban, y luego el censor cierra la edición y se va a su casa con la conciencia limpia del quehacer cumplido.

Hugo Gutiérrez Vega, hombre que sufrió censuras, jamás hubiera hecho esto. Y no tenía caso decir un “¡ay!” por la censura ante el censor que esgrimiría cualquier cosa, hasta un descuido de formación de plana para no tener que argumentar mucho mejor su cuento. Las palabras perdidas, el párrafo cercenado, ¿a quién le importan? Sólo a mí, por supuesto (¡y ni que fuera para tanto!, podría decir el censor escandalizado de mi secreto escándalo).

Le mandé una carta cortés al censor (mi prójimo, mi hermano) y renuncié a seguir colaborando en un sitio donde ya no había lugar para mí y sí una gran incomodidad; donde el que iba en sentido contrario era yo y no los demás que seguían rectamente en sus carriles en la dirección marcada por el poder y el pudor. Nunca obtuve respuesta a esa carta. El silencio es la forma más educada de la censura, y mi censor fue educado y estuvo a la altura de su circunstancia. No así yo, que, en estas mismas páginas de Campus, un par de semanas después, publiqué mi artículo “Palabras perdidas y libertad de expresión” del que rescato los primeros párrafos como un simple recuerdo del afecto que todavía guardo a mi censor, aunque ahora haya ido más lejos y censuró a Javier Sicilia, para poner a cada cual en su lugar:

Hacerse profecía es el destino de toda la gran poesía. Lo dijo Octavio Paz en El arco y la lira, y hay constancia de ello en La zorra enferma, en el epigrama “Autoconciencia de la necesidad y libre expresión”, del gran Eduardo Lizalde, quien, el 14 de julio, cumplió 90 años. El poema se hizo profecía medio siglo después: Con ironía, inteligencia y una exactitud afiladísima ya desde el título, y cinco versos, letales, que zumban como abejas en enjambre:

Y que no nos vayan a salir ahora
con la gansada superdemocrática
y autoconscientehistórica
de legalizar la literatura
favorable al régimen.

¡Y que lo hacen! Debo comentar que el epigrama de Eduardo Lizalde, leído y releído por décadas, me fue perdido (lo digo en voz pasiva), esto es, borrado, en una cita indispensable que estampé para que apareciera en el artículo de un diario que escribí en el cumpleaños noventa del poeta. (Así comienza la censura, y luego es imposible detenerla, como bien nos lo avisa Bertolt Brecht.) Lo bueno es que las palabras perdidas, o borradas, siempre reaparecen en el momento más necesario y oportuno. Así es de portentosa la poesía. Las palabras perdidas allá, reaparecen acá, para recordarnos, para que no quede duda, que lo que no decimos (autocensura) o lo que nos impiden decir (censura), lo dice dos veces la poesía, que es la expresión más certera de la verdad, desde hace milenios: de Homero a Job, de David y Salomón a Gabriel Zaid y Eduardo Lizalde.

Sobre la firma
Fabulaciones | Web

Poeta, ensayista, editor, divulgador y promotor de la lectura. Sus libros más recientes son Por una universidad lectora y otras lecturas sobre la lectura en la escuela (Laberinto, nueva edición definitiva, 2018), Las malas lenguas: Barbarismos, desbarres, palabros, redundancias, sinsentidos y demás barrabasadas (Océano, 2018), La lectura: Elogio del libro y alabanza del placer de leer (Fondo Editorial del Estado de México, tercera edición, 2018), Escribir y leer en la universidad (ANUIES, 2019), La prodigiosa vida del libro en papel: Leer y escribir en la modernidad digital (Cal y Arena/UNAM, 2020) y ¡No valga la redundancia!: Pleonasmos, redundancias, sinsentidos, anfibologías y ultracorrecciones que decimos y escribimos en español (Océano, 2021). En 2019 recibió el Reconocimiento Universitario de Fomento a la Lectura, de la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo.

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